Capítulo 29. El marinero ucraniano

Escuche, pos m’hijito, ió comprendo que usté es joven y le pone mucho entusiasmo a su trabajo, dijo el veterano Capitán, ió lo felicito por eso, pero comprenda que aquí estamos metiéndonos en una situación harto delicáa. Usté está buscando un auto supuestamente robaó que nadie lo denunció, con dos supuestos cadáveres que nadie los vio tampoco... Pero Capitán, protestó el Subteniente Almonacid von Kreutzenberg. El Capitán lo detuvo con un gesto. Ahora me trae aquí a la comisaría a estos dos leñadores sin ninguna acusación concreta, y más encima...
El Subteniente lo escuchaba en posición de firme, con el respeto que se le debe a un superior en la escala jerárquica, aun cuando no estaba de acuerdo con él.
Se recorrió de arriba abajo tóa la ciudá, con un vehículo oficial, siguió recriminándole el Capitán, se gastó el tanque completo y los últimos vales de gasolina que teníamos… Si me permite, mi Capitán, hay una seria presunción de delito, dijo el Subteniente Von Kreutzenberg, con un testigo presencial… ¡Un ladrón, un borrachín que vive alcoholizáo las 24 horas del día, que ve visiones! El Capitán era un hombre de carácter pacífico, pero estaba empezando a perder la paciencia con ese muchachito latoso. ¿Y ahora quiere ir a molestar a un honesto ciudadano, un abogáo de reconocida trayectoria…? Estoy en la pista de algo grande, Capitán, dijo entusiasmado el pequeño Subteniente. No tengo pruebas concretas todavía, pero si me da un poco más de tiempo, le aseguro que…
Agotado, el Capitán se tiró para atrás en su sillón y dijo: Está bien, vaya nomás. ¡Pero ándase con cuidáo, po!
Era sábado a la noche y en Le Cat Black, el cabaret de travestis del puerto, reinaba un ambiente de preocupación. Las animadoras principales, la Gorda Yolanda y la Polaca, habían tenido que salir corriendo esa mañana del Hotel Monrovia, disfrazadas de hombres; desde entonces, nadie las había vuelto a ver. Las chicas especulaban sobre su suerte. ¿Vos creés que las habrán agarrado, al final?, preguntó Samantha. ¡No!, aseguró Jacqueline. Si aprovecharon que el paco estaba distraído con nuestra pelea y salieron corriendo para el otro lado. ¡Buenas actrices habían resultado ustedes!, dijo Natasha. ¡Actrices!, se quejó la Peruana. ¡Si me rasguñó de veras, esta conchuda! Ay, si no fue para tanto... ¡Mirá! ¡Mira aquí cómo quedé! Bueno, mi amor, había que darle un poco de realismo...
A Le Cat Black comenzaron a caer los primeros clientes, los menos apetecibles. Los “tempraneros”, como llamaban a los fracasados de ahí del pueblo: el tendero sin clientes, el periodista sin periódico, el pescador que nunca pescaba nada… Unos pelados que no tenían ni dónde caerse muertos. El dueño los miraba meneando la cabeza. Los músicos dudaban si empezar a tocar o esperar un poco más.
¿Y tú dices que Berni iba con ellas?, se extrañó Natasha. ¡Eso sí que no me lo explico! ¿Quién es Berni?, preguntó otra de las chicas. Berni el Palomo, ese chiquitín de bigotes que se la pasa suspirando por la Polaca. ¿Por la Polaca?, se rio Samantha. ¡Cómo si ella fuera a darle calce !
En lo alto de la loma, la casa del Abogado parecía una de esas mansiones de las películas de terror. El jeep verde y blanco terminó de subir la cuesta y se detuvo, a metros de la entrada. Ya era de noche. Bajó el Subteniente Von Kreutzenberg, primero, y luego, con menos entusiasmo, los carabineros Sepúlveda y Aguayo, que ya llevaban seis horas de sobreturno. ¡Oye, que tiene todo el billete, este viejujo!, opinó Aguayo, al observar el pórtico de roble tallado, el llamador de bronce y los faroles de estilo Segundo Imperio. En efecto, el Dr. Salazar Rivero pertenecía a uno de las familias más tradicionales de la ciudad, grandes terratenientes de la Región Magallánica y de Tierra del Fuego. Una fortuna que comenzó a tambalear con la caída del precio de la lana y la Reforma Agraria, y terminó de venirse a pique por los desmanejos de su último descendiente, el Dr. Felipe Salazar Rivero, aficionado tal vez en demasía al póker de cinco cartas, al whisky en todas sus variantes y a las prostitutas de todas las razas y nacionalidades.
Las luces de la casa estaban apagadas, aunque eso no quería decir que no hubiera nadie. El Subteniente Von Kreutzenberg sacó de la funda su arma reglamentaria y dijo a sus subordinados: Estén atentos. Este tipo ya mató dos veces, no va a dudar en hacerlo otra vez. Sepúlveda y Aguayo se miraron entre sí. A diferencia del Subteniente, llevaban ya varios años en Puerto Natales, y habían tenido oportunidad de ver algunas de las intervenciones del Dr. Salazar Rivero en el juzgado local, al que llegaba siempre en un estado lamentable, con los faldones de la camisa salidos, los papeles cayéndosele del portafolio y apestando a alcohol. Les costaba creer que ese viejo botarate fuese capaz de matar a alguien, a no ser con el aliento.
Rodeen la casa, por si trata de escapar, ordenó el Subteniente. ¡Vamos, muévanse!
Para demostrar que no le rehuía el peligro, el propio Von Kreutzenberg subió los dos peldaños de la entrada y se acercó a la puerta principal. Con la mano que le quedaba libre dio tres recios puñetazos. Una fina nube de polvo se desprendió de las tablas apoliyadas del pórtico, haciéndolo estornudar.
¡PUM-PUM-PUM!
Aquí no hay nadie, gritó Aguayo, que miraba por una de las ventanas laterales. Del otro costado llegó Sepúlveda. No se ve ningún auto por acá, mi teniente. Está vacío el garage.
¿A quién buscan?, preguntó una voz chillona.
Era una señora mayor, asomada en puntas de pie a la derruida cerca que daba a la casa vecina.
Al hombre que vive en esta casa, pues ñora, contestó el agente Aguayo. El abogáo. ¡Ese viejo cochino!, gritó la mujer. A esta hora nunca está en casa, seguro se jué al cabaré de los travestis.
“De los travestis”, repetió en voz baja el Subteniente Von Kreutzenberg, como para sí. Todo comenzaba a cuadrar.
A Dios gracias, clientes de mayor poder adquisitivo comenzaron a caer a Le Cat Black. Obreros de la vecina mina de carbón de Río Turbio, paisanos recién llegados del campo, con olor a oveja todavía, y por supuesto los marineros del Mimosa, el barco anclado frente al muelle desde hacía un par de días. Un colorido grupo de viejos lobos de mar, muchos de los cuales ya habían venido a Le Cat Black la noche anterior. Estaba el maorí de la cara tatuada, dos de los senegaleses, un par de malayos o filipinos… También el ucraniano que destapaba las botellas con los dientes, que ni bien entró preguntó: ¿Y Yolanda? ¿Dónde Yolanda? Las chicas no daban abasto para atender a tanta clientela, había al menos tres caballeros para cada una. Los músicos arremetieron con lo mejor de su repertorio: tangos, pasodobles, rancheras y boleros: Una piedra en el camino, me enseñó que mi destino, era rodar y rodar (rodar y rodar, rodar y rodar). Corría la cerveza, el vodka rebajado con alcohol de quemar y un líquido con aroma a diluyente de pintura que pasaba por gin-tonic. ¿Yolanda? ¿Dónde Yolanda?, seguía preguntando el Ucraniano, sin darse por vencido. ¿Y este de dónde salió?, preguntó Marili la Bizca. Este estuvo anoche con al Gorda, dijo Jaqueline. Se ve que probó el dulce y le gustó.
Hacía las diez de la noche hizo su aparición uno de los habitués más contumaces de Le Cat Black, el Dr. Salazar Rivero, con su eterno traje a rayas y el sombrero de fieltro, aunque sin el auto. Oye, gordito, ¿como es que te has venido a pie?, se extrañaron las chicas. La única razón por la que algunas le llevaban el apunte y lo dejaban que toquetee un poco era porque al terminar la jornada de trabajo el abogado las alcanzaba hasta el Hotel Monrovia en su viejo Chevrolet, salvándolas de que se murieran de frío durante ese par de cuadras. ¿Qué pasó? ¿Se fundió tu carrindango?
El leguleyo no tenía muy buena cara, su hígado le estaba jugando una mala pasada. Observó el gentío que poblaba el local, tratando de distinguir algo entre la espesa nube de humo de pipas y cigarrillos. ¿Mi auto? Se lo llevó Yolanda. ¿Alguien sabe dónde está? ¿Quién? ¡La Gorda!, gritó el doctor, para hacerse oír por encima de la música. ¡Yolanda!
Antes de que alguien pudiera responderle, un sujeto de un metro noventa, con una mandíbula de yunque, se levantó de su taburete y se plantó frente a él. ¿Yolanda?, repitió el gigante, ¿Dónde Yolanda? La cara del Dr. Rivero pasó del amarillo bilioso al blanco sepulcral. ¿Me… me está hablando a mí? El marinero lo agarró de las solapas, casi levantándolo en peso. ¡¿Dónde Yolanda?!, gritó. Pe-pero...balbuceó el doctor, ¿qué le sucede a este energúmeno?
Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera, sé que tendrás que llorar (llorar y llorar, llorar y llorar).
Otro vehículo se detuvo frente al local, pero no se trataba de un cliente esta vez, sino de un jeep verde y blanco de Carabineros.
¡Esto es un atropello a mis derechos civiles!, protestó el Dr. Salazar Rivero, cuando el Subteniente Almonacid Von Kreutzenberg entró a la habitación que hacía las veces de sala de interrogatorios y cerró la puerta tras de él. ¡No pueden traerme detenido sin una acusación formal!, protestó el abogado, tal vez sobreactuando su indignación. No se había mostrado tan contrariado, un rato atrás, al verlos entrar al cabaret, justo para salvarlo de una paliza monumental.
La presencia de los carabineros causó un momento de tensión en Le Cat Black. Los músicos dejaron de tocar, los bailarines se quedaron como estatuas de cera. Las conversaciones fueron bajando de tono hasta enmudecer. Del fondo del salón llegó la carcajada de una de las chicas, que no se había dado cuenta de la situación.
No se trataba de una redada, alabado sea el Señor. Eran tres carabineros, solamente, que entraron a paso tranquilo y se quedaron un momento ahí en la entrada, buscando a alguien con la vista. Uno de los agentes lo identificó y lo señaló con el dedo. Es aquel.
Las conversaciones retomaron donde habían quedado, los músicos arrancaron de nuevo, de manera titubeante: Contigo aprendí, que existen nuevas y mejores emociones…
Las parejas continuaron con el baile, como si no pasara nada, aunque sin dejar de mirar cada tanto de manera subrepticia a los uniformados. ¡Por favor! ¡Por favor!, gemía el doctor. Y el Ucraniano, que estaba a punto de estrellar contra su rostro un puño del tamaño de una batería de auto, de mala gana lo soltó. Tratando de recobrar su compostura, el leguleyo declaró con voz trémula: Oficiales, ese extranjero trató de atentar contra mi integridad personal. ¡Arréstenlo! Los carabineros se lo quedaron mirando, sin responder. ¡Tengo testigos!, insistió el doctor, señalando a su alrededor. Coperas y clientes miraron para otro lado. El dueño se puso a secar un vaso con un trapo, tarareando la canción.
Aprendí, que puede un beso ser más grande y más profundo, que puedo irme mañana mismo de este mundo…
El doctor había dado un paso a un costado, para dejar el campo libre a los representantes de la ley. La sorpresa se pintó en su rostro cuando los carabineros lo rodearon a él. ¿Felipe Salazar Rivero?, preguntó el que estaba al mando, perforándolo con sus ojos de hielo. Eh… yo…, vaciló el doctor. Pues...
El Subteniente Von Kreutzenberg dijo: Nos va a tener que acompañar.

© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
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