El domingo era un día de fiesta para la esposa de Tyson, era el día en que toda la familia se reunía. Llegaban del pueblo los ocho hijos e hijas del matrimonio, más la docena de nietos, más algún que otro amigo o invitado, y llenaban a rebalsar el comedor la casa de Bahía Mansa, que estaba tan vacío y silencioso durante toda la semana. Era el día preferido de la señora Magdalena -y el menos preferido de marido, que para aislarse de tanto griterío se instalaba desde temprano en su pequeño taller, en el fondo del terreno. Allí trabajaba la madera, escuchaba la radio o tomaba mate en compañía de Toti, su hijo menor, el único que aún vivía con ellos. Un chico de 19 años con síndrome de down, y el mismo gusto por el silencio y la tranquilidad que tenía él.
¡Aló, m’hijito! ¡Oye, cómo ha crecido este cabrito en una semana que no lo veo, pues!
La señora Magdalena festejaba con un grito de alegría la llegada de cada nuevo hijo o grupo de nietos, iba y venía por la casa, trayendo las exquisiteces que había ido preparando durante la semana, festejando las ocurrencias de los pequeños e interesándose en los comentarios de los grandes.
¿Un poco más de café, señor?
No olvidaba de atender incluso al gordito y al rubio, esos dos misteriosos caballeros que habían venido anoche con el compadre Berni, y se habían quedado a pasar la noche.
Sí, señora. Muchas gracias. No hay de qué.
Dos caballeros que no eran otros que la Gorda Yolanda y la Polaca, los travestis más cotizados de Puerto Natales, que para burlar el cerco policial habían tenido que cometer la atrocidad de disfrazarse de hombres.
¿No querés que vaya y me fije?, preguntó la Gorda.
¿Para qué? Mejor dejá todo como está.
Las dos se habían sentado en un extremo de la larga mesa de madera, ajenos a la gritería de grandes y pequeños. Hablaban entre ellas en voz baja, como un par de conspiradores.
¿Y si están ahí todavía?, insistió Yolanda. ¿Querés que los encuentren los carabineros?
La Polaca mojó la punta de su croissant el café con leche antes de arrancarla de un mordisco. Aún masticando respondió, Bueno, si querés ir, andá. Pero cuidado que nadie te vea.
La señora Magdalena festejaba con un grito de alegría la llegada de cada nuevo hijo o grupo de nietos, iba y venía por la casa, trayendo las exquisiteces que había ido preparando durante la semana, festejando las ocurrencias de los pequeños e interesándose en los comentarios de los grandes.
¿Un poco más de café, señor?
No olvidaba de atender incluso al gordito y al rubio, esos dos misteriosos caballeros que habían venido anoche con el compadre Berni, y se habían quedado a pasar la noche.
Sí, señora. Muchas gracias. No hay de qué.
Dos caballeros que no eran otros que la Gorda Yolanda y la Polaca, los travestis más cotizados de Puerto Natales, que para burlar el cerco policial habían tenido que cometer la atrocidad de disfrazarse de hombres.
¿No querés que vaya y me fije?, preguntó la Gorda.
¿Para qué? Mejor dejá todo como está.
Las dos se habían sentado en un extremo de la larga mesa de madera, ajenos a la gritería de grandes y pequeños. Hablaban entre ellas en voz baja, como un par de conspiradores.
¿Y si están ahí todavía?, insistió Yolanda. ¿Querés que los encuentren los carabineros?
La Polaca mojó la punta de su croissant el café con leche antes de arrancarla de un mordisco. Aún masticando respondió, Bueno, si querés ir, andá. Pero cuidado que nadie te vea.
***
Desayunaban lo más tranquilas, las dos, sin imaginar el jaleo que habían armado en la ciudad. Ya la tarde anterior, el Subteniente Von Kreutzenberg y los agentes Aguayo y Sepúlveda se habían encargado de peinar de arriba abajo las calles del pueblo, buscando el auto robado del taller. Sepúlveda conducía el jeep verde y blanco de Carabineros, desde el Muelle Viejo al espigón de los pescadores, desde la Costanera hasta los altos de la ciudad. El borrachín del Mecánico, que era el único que podía identificarlo de manera fehaciente, miraba a un lado y a otro.
Atención Móvil 6 a Base, Móvil 6 a Base, dijo el Subteniente por la radio, informe a todas las unidades: Se busca vehículo tipo Sedán, matrícula número…
Se lo quedó mirando al viejo hediondo del Mecánico, que se encogió de hombros, indicando que no lo sabía.
¿Cómo que no?, se ofuscó el Subteniente. ¿No la anotó?
Perdón, dijo el el Mecánico, no pensé que…
Se busca un auto marca… siguió diciendo Von Kreutzenberg, sin darse por vencido. Tenía que estirar al máximo el cable enrulado del trasmisor, para hacerlo llegar hasta el asiento de atrás. ¿Qué marca es?
Atención Móvil 6 a Base, Móvil 6 a Base, dijo el Subteniente por la radio, informe a todas las unidades: Se busca vehículo tipo Sedán, matrícula número…
Se lo quedó mirando al viejo hediondo del Mecánico, que se encogió de hombros, indicando que no lo sabía.
¿Cómo que no?, se ofuscó el Subteniente. ¿No la anotó?
Perdón, dijo el el Mecánico, no pensé que…
Se busca un auto marca… siguió diciendo Von Kreutzenberg, sin darse por vencido. Tenía que estirar al máximo el cable enrulado del trasmisor, para hacerlo llegar hasta el asiento de atrás. ¿Qué marca es?
Eh... Chevrolet, me parece, dijo el Mecánico.
¿Le parece? ¿Cómo que le parece?
No estoy seguro, a lo mejor era un Ford...
El Subteniente lo miró entrecerrando los ojos, conteniendo a duras penas las ganas de pegarle.
¿Usted nos está tomando el pelo?
¡Era un auto más viejo que el hilo negro, pues Ñor!, dijo el Mecanico. ¡Yo qué sé que marca era!
En el asiento de adelante, los carabineros Aguayo y Sepúlveda menearon la cabeza. Todo eso les parecía una terrible pérdida de tiempo, un capricho absurdo del Subteniente, que los había hecho quedarse después de turno para correr detrás de un crimen que tal vez ni existía.
¿De qué color era?, insistió Von Kreutzenberg, para tener al menos algún dato certero del que agarrarse...
Eh, trató de acordarse el Mecánico, restregándose la barbilla grasienta. Algo así como verde…
¿Le parece? ¿Cómo que le parece?
No estoy seguro, a lo mejor era un Ford...
El Subteniente lo miró entrecerrando los ojos, conteniendo a duras penas las ganas de pegarle.
¿Usted nos está tomando el pelo?
¡Era un auto más viejo que el hilo negro, pues Ñor!, dijo el Mecanico. ¡Yo qué sé que marca era!
En el asiento de adelante, los carabineros Aguayo y Sepúlveda menearon la cabeza. Todo eso les parecía una terrible pérdida de tiempo, un capricho absurdo del Subteniente, que los había hecho quedarse después de turno para correr detrás de un crimen que tal vez ni existía.
¿De qué color era?, insistió Von Kreutzenberg, para tener al menos algún dato certero del que agarrarse...
Eh, trató de acordarse el Mecánico, restregándose la barbilla grasienta. Algo así como verde…
***
Cuando Berni abrió los ojos, pensó que todo había sido un sueño: la pelea con los marineros, los disparos, la fuga, los besos de la Polaca...
La luz del nuevo día entraba por la ventana de esa habitación desconocida. Se escuchaban voces y risas a través de las paredes y el piso de madera. Junto a él, las sábanas revueltas guardaban vagamente la forma de un cuerpo que no era el suyo.
Berni el Palomo se incorporó, como impulsado por un resorte. Miró alrededor, miró sus propias manos, como si no supiera ni quién era. ¡Fue verdad! ¡Fue todo verdad!, dijo en voz alta.
Estaba en casa de Tyson, ahora se acordaba. A través de la ventana se veía la ladera del bosque, bajando hasta el mar agitado y gris. Berni se puso de pie y buscó su ropa, desparramada sin ton ni son por la habitación, que la propia Polaca se había encargado de sacarle. El pantalón estaba tirado sobre una silla, la camisa en un rincón, una media colgaba del respaldo de la cama y la otra estaba vaya a saber dónde.
¡Fue verdad! ¡No lo soñé! La Polaca y yo…
***
La luz del nuevo día entraba por la ventana de esa habitación desconocida. Se escuchaban voces y risas a través de las paredes y el piso de madera. Junto a él, las sábanas revueltas guardaban vagamente la forma de un cuerpo que no era el suyo.
Berni el Palomo se incorporó, como impulsado por un resorte. Miró alrededor, miró sus propias manos, como si no supiera ni quién era. ¡Fue verdad! ¡Fue todo verdad!, dijo en voz alta.
Estaba en casa de Tyson, ahora se acordaba. A través de la ventana se veía la ladera del bosque, bajando hasta el mar agitado y gris. Berni se puso de pie y buscó su ropa, desparramada sin ton ni son por la habitación, que la propia Polaca se había encargado de sacarle. El pantalón estaba tirado sobre una silla, la camisa en un rincón, una media colgaba del respaldo de la cama y la otra estaba vaya a saber dónde.
¡Fue verdad! ¡No lo soñé! La Polaca y yo…
***
Los primeros detenidos fueron los dos leñadores, a los que interceptaron cuando volvían de dejar el cargamento de troncos en el puerto. Fueron obligados a bajarse del camión y a acompañar a los carabineros a la Comisaría. El Subteniente Pedro Almonacid Von Kreutzenberg en persona se encargó de interrogarlos, por separado, con el objeto de detectar posibles contradicciones en sus testimonios.
Primero le tocó al mayor de los dos, al de más pinta de ladino, el acompañante del chofer. El sujeto se mostró muy sorprendido de encontrarse allí, ni siquiera sabía por qué lo habían detenido.
¡Ah! ¿No sabe?, trató de mostrarse irónico Subteniente.
No, dijo el tipo, que por lo visto había tomado por estrategia hacerse el imbécil. Si tuviera la amabilidad de explicarme…
¿No sabe nada del auto que llevó a remolque esta tarde al taller de… (el Subteniente consultó la hoja donde estaba la declaración del Mecánico)… Reinaldo Gómez Pérez? ¿Auto? Nosotros transportamos troncos, señor, no autos. Yo no sé nada de ningún auto.
Era un viejo pájaro de cuenta, se notaba enseguida. El Subteniente Von Kreutzerberg lo dejó que se saliera con la suya, por el momento, y caminó por el pasillo hasta el cuartito del fondo. Allí lo esperaba el Chofer, que trató de mostrarse tan imperturbable como su compañero, aunque no le salía. Se notaba por la mirada de perro apaleado que le lanzó al Subteniente, apenas entró. O por su pie izquierdo, que se movía sin parar, como si accionara un pedal invisible. El Subteniente tomó asiento, al otro lado de la mesa, después de dar vuelta la silla y apoyar los brazos en el respaldo, como vio que hacían en un capítulo de Starsky y Hutch. Se lo quedó mirando un largo rato al Chofer, sin decir palabra. El carabinero Aguayo entró detrás de él y cerró la puerta. Se quedó parado en un rincón, poniéndolo más nervioso todavía. Los minutos pasaban. El Subteniente bajó la vista hacia unos papeles que tenía en la mano, lo volvió a mirar. A esta altura el Chofer ya había empezado a sudar, aunque la habitación no estuviera muy calefaccionada que digamos. Tu amigo estuvo muy comunicativo, dijo de pronto el Subteniente. Al final, estos que más se hacen los duros…
Desvió la vista hacia el agente Aguayo, que esbozó una ligera sonrisa. El chofer tragó saliva. No era la primera vez que se veía en problemas por culpa de su socio, aunque esta vez las cosas habían llegado demasiado lejos. Rompiendo el pacto de negar todo (la única coartada que habían podido arreglar) el Chofer dijo que la idea de traerse el auto que encontraron abandonado en la ruta había sido de su compañero, no de él. El Subteniente lo miró de manera inexpresiva, como si lo que le estaba diciendo no le interesara en lo más mínimo. Dijo que el auto era de un abogado, continuó el Chofer, un viejo que le hizo perder un montón de plata en un juicio… El Subteniente Almonacid von Kreutzenberg seguía con los brazos apoyados en el respaldo de la silla, sin decir palabra. Tiene que creerme, rogó el Chofer, y la voz se le quebró. Yo tengo mujer y dos cabros chicos, no quiero terminar preso por esa porquería de auto, si a la final yo no iba a ganar nada. A esta altura, el Chofer ya lloraba abiertamente. ¡Él fue el que me pidió que lo lleváramos al desarmadero! Dijo que su amigo compra coches robados y los desguaza. Se lo juro, yo… Espera, espera, espera un momento, lo interrumpió el Subteniente. ¿Tú piensas que a nosotros nos interesa ese pedazo de chatarra? ¿Que vamos a dilapidar los recursos del Estado por eso?
¿Ah, no?, el Chofer dio por terminado de manera abrupta su acceso de llanto.
No, muchacho, le dijo el Subteniente, yo lo que quiero saber es de quienes son los dos cadáveres que estaban en la cajuela. Quién los mató y cuándo los metieron ahí.
¡¡¡Qué!!!
El Chofer se puso de pie y dio un paso atrás. Los miró alternativamente, al Subteniente y al carabinero, como si esperara que le dijeran que le estaban gastando una de broma pesadas. ¿Qué...qué cadáveres?
***
Primero le tocó al mayor de los dos, al de más pinta de ladino, el acompañante del chofer. El sujeto se mostró muy sorprendido de encontrarse allí, ni siquiera sabía por qué lo habían detenido.
¡Ah! ¿No sabe?, trató de mostrarse irónico Subteniente.
No, dijo el tipo, que por lo visto había tomado por estrategia hacerse el imbécil. Si tuviera la amabilidad de explicarme…
¿No sabe nada del auto que llevó a remolque esta tarde al taller de… (el Subteniente consultó la hoja donde estaba la declaración del Mecánico)… Reinaldo Gómez Pérez? ¿Auto? Nosotros transportamos troncos, señor, no autos. Yo no sé nada de ningún auto.
Era un viejo pájaro de cuenta, se notaba enseguida. El Subteniente Von Kreutzerberg lo dejó que se saliera con la suya, por el momento, y caminó por el pasillo hasta el cuartito del fondo. Allí lo esperaba el Chofer, que trató de mostrarse tan imperturbable como su compañero, aunque no le salía. Se notaba por la mirada de perro apaleado que le lanzó al Subteniente, apenas entró. O por su pie izquierdo, que se movía sin parar, como si accionara un pedal invisible. El Subteniente tomó asiento, al otro lado de la mesa, después de dar vuelta la silla y apoyar los brazos en el respaldo, como vio que hacían en un capítulo de Starsky y Hutch. Se lo quedó mirando un largo rato al Chofer, sin decir palabra. El carabinero Aguayo entró detrás de él y cerró la puerta. Se quedó parado en un rincón, poniéndolo más nervioso todavía. Los minutos pasaban. El Subteniente bajó la vista hacia unos papeles que tenía en la mano, lo volvió a mirar. A esta altura el Chofer ya había empezado a sudar, aunque la habitación no estuviera muy calefaccionada que digamos. Tu amigo estuvo muy comunicativo, dijo de pronto el Subteniente. Al final, estos que más se hacen los duros…
Desvió la vista hacia el agente Aguayo, que esbozó una ligera sonrisa. El chofer tragó saliva. No era la primera vez que se veía en problemas por culpa de su socio, aunque esta vez las cosas habían llegado demasiado lejos. Rompiendo el pacto de negar todo (la única coartada que habían podido arreglar) el Chofer dijo que la idea de traerse el auto que encontraron abandonado en la ruta había sido de su compañero, no de él. El Subteniente lo miró de manera inexpresiva, como si lo que le estaba diciendo no le interesara en lo más mínimo. Dijo que el auto era de un abogado, continuó el Chofer, un viejo que le hizo perder un montón de plata en un juicio… El Subteniente Almonacid von Kreutzenberg seguía con los brazos apoyados en el respaldo de la silla, sin decir palabra. Tiene que creerme, rogó el Chofer, y la voz se le quebró. Yo tengo mujer y dos cabros chicos, no quiero terminar preso por esa porquería de auto, si a la final yo no iba a ganar nada. A esta altura, el Chofer ya lloraba abiertamente. ¡Él fue el que me pidió que lo lleváramos al desarmadero! Dijo que su amigo compra coches robados y los desguaza. Se lo juro, yo… Espera, espera, espera un momento, lo interrumpió el Subteniente. ¿Tú piensas que a nosotros nos interesa ese pedazo de chatarra? ¿Que vamos a dilapidar los recursos del Estado por eso?
¿Ah, no?, el Chofer dio por terminado de manera abrupta su acceso de llanto.
No, muchacho, le dijo el Subteniente, yo lo que quiero saber es de quienes son los dos cadáveres que estaban en la cajuela. Quién los mató y cuándo los metieron ahí.
¡¡¡Qué!!!
El Chofer se puso de pie y dio un paso atrás. Los miró alternativamente, al Subteniente y al carabinero, como si esperara que le dijeran que le estaban gastando una de broma pesadas. ¿Qué...qué cadáveres?
***
Berni el Palomo bajó la escalera, que daba a la sala principal de la casa, y se encontró con un verdadero gentío. Los hijos y las hijas de Tyson estaban ahí, junto a un montón de chiquillos que eran bebés la última vez que los vio, y de bebés a los que jamás había visto. ¡Compadre, ya se despertó!, dijo la mujer de su amigo. ¡Tío Berni, tío Berni!, se abalanzaron sobre él unas nenas. Berni trató de sonreír, aunque su mente estaba en otro lado. No veía a la Polaca por ningún lado. Ni a la Gorda. ¿Acaso se habían ido sin él? Caminó por el salón, esquivando a gente de todos los tamaños, devolviendo besos, respondiendo a los saludos de manera sucinta. Llegó a la ventana al fin. Suspiró aliviado al ver que el viejo Chevrolet seguía ahí, en el claro entre los árboles que hacía las veces de estacionamiento. En el mismo lugar en el que ayer estaba sólo y hoy entre un montón de otros vehículos.
¿Un cafecito, compadre? Gracias, Magdalena, dijo Berni. Ahorita vuelvo.
Era un día inusualmente cálido, para ser invierno. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles. Berni salió al porche y bajó los dos escalones. Algo más arriba, por el camino que serpenteaba hasta el taller, lo vio corretear al Toti junto a uno de sus sobrinos más pequeños. Un poco más arriba había una mesa de madera y, a cada uno de los lados, estaban sentados charla que te charla Tyson y la Polaca. ¡Tyson, que no abría la boca nunca, que prácticamente no hablaba! Ahí se lo veía, sin embargo, explicándole algo a Pola, mientras ella asentía y lo escuchaba interesada. Berni subió la cuesta, tratando de no resbalar en el camino de pinaza y tierra suelta. Tenía ganas de reír y de llorar al mismo tiempo, de correr hacia Pola y tirarse en sus brazos, decirle que esa había sido la mejor noche de su vida, el momento cúlmine de su existencia…
Ella giró la cabeza, al verlo acercarse, y como si tal cosa dijo: Ah, ahí está el Palomo.
¿Un cafecito, compadre? Gracias, Magdalena, dijo Berni. Ahorita vuelvo.
Era un día inusualmente cálido, para ser invierno. El sol se filtraba entre las ramas de los árboles. Berni salió al porche y bajó los dos escalones. Algo más arriba, por el camino que serpenteaba hasta el taller, lo vio corretear al Toti junto a uno de sus sobrinos más pequeños. Un poco más arriba había una mesa de madera y, a cada uno de los lados, estaban sentados charla que te charla Tyson y la Polaca. ¡Tyson, que no abría la boca nunca, que prácticamente no hablaba! Ahí se lo veía, sin embargo, explicándole algo a Pola, mientras ella asentía y lo escuchaba interesada. Berni subió la cuesta, tratando de no resbalar en el camino de pinaza y tierra suelta. Tenía ganas de reír y de llorar al mismo tiempo, de correr hacia Pola y tirarse en sus brazos, decirle que esa había sido la mejor noche de su vida, el momento cúlmine de su existencia…
Ella giró la cabeza, al verlo acercarse, y como si tal cosa dijo: Ah, ahí está el Palomo.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continuación...
CAPÍTULO 29: EL MARINERO UCRANIANO
CAPÍTULO 29: EL MARINERO UCRANIANO