La abuela de Berni, la venerable Lela Lola, se levantó ese sábado algo más tarde de lo acostumbrado. Tal vez por esas ganas de quedarse un rato más en la cama que le entran a uno en invierno, o tal vez por la petaca del aguardiente polaco que se había bajado completa la noche anterior. ¡Javiera Ignacia! ¡Pabla Francisca!, tronó la anciana desde el dormitorio con su potente vozarrón. Sus nietas corrieron a asistirla ya que la matriarca, debido a su excesiva corpulencia, era incapaz de abandonar el lecho por sus propios medios. Ubicadas una a cada a lado de la cama, sus nietas la ayudaron a ponerse de pie. Las tablas del piso crujieron bajo el peso de la respetable señora, a medida que se dirigía a la sala de baños. ¡Sujétame bien, niña tonta!
Sí, Lela Lola.
Ya, ahora cierren la puerta y váyanse al tiro, les hizo señas con la mano la vieja, como si espantara unas moscas ¡Mándense a cambiar, pues!
Las mujeres de la casa, es decir, su hija Margarita Adela, sus ya mencionadas nietas y su bisnieta Ana Luisa daban vueltas por el salón que servía a la vez de cocina, comedor y sala de estar. Intercambiaban frases en voz baja y se miraban unas a otras, sin saber quién iba a darle la noticia.
A través de las cortinas de tul entraba la luz pálida del nuevo día. El mar se adivinaba, allá abajo, velado por la bruma. Aunque no era una situación para festejos, en el tocadiscos sonaba un LP de Raphael: “Hoy para mí es un día especial, puede ser mi gran noche…” Era costumbre, cuando Lela Lola entraba al excusado, poner música a todo volumen, para tapar al menos en parte el concierto de sonidos que salía del retrete, que en ocasiones hacía vibrar hasta los cimientos de la casa. “Qué pasará, qué misterio habrá, puede ser mi gran noche...” Concierto que, invariablemente, terminaba con unos bastonazos en el piso y un nuevo grito. ¡Javiera Ignacia! ¡Pabla Francisca!
Sus nietas la ayudaron a llegar, una de cada de lado, al sillón que ocupaba buena parte del día. "Y al despertar, ya mi vida sabrá, algo que no conoce..." ¡Córtenla con ese barullo, pues!, dijo Lela Lola, y Ana Luisa corrió a levantar la púa del tocadiscos. El disco de vinilo quedó girando mudo un momento más. Lela Lola se acomodó en su trono, en la cabecera de la mesa. El resto de las mujeres se fue sentando, cada cual a su turno, luego de dejar sobre el mantel la tetera, la jarra con leche, los platos con tostadas, buñuelos o chapeleles. Nadie decía nada, no volaba una mosca. Cada movimiento del reloj de péndulo cortaba el aire como un hachazo. Tac, tac, tac, tac…
La vieja se dio cuenta de que algo pasaba. Miró las caras culpables de todas y cada una de sus súbditas y, por supuesto, vio que alguien faltaba. ¿Ánde está el Bernardo José?, preguntó. Fue su hija la que se atrevió a decirle. No está, mamá. No pasó la noche aquí. ¡¿Qué?!, estalló la anciana señora, que olvidando sus achaques golpeó el puño contra la mesa con fuerza inusitada. ¡Cabro loco! ¿Cómo se atreve? ¡Seguro se escapó al cabaret!
Las mujeres de la casa, es decir, su hija Margarita Adela, sus ya mencionadas nietas y su bisnieta Ana Luisa daban vueltas por el salón que servía a la vez de cocina, comedor y sala de estar. Intercambiaban frases en voz baja y se miraban unas a otras, sin saber quién iba a darle la noticia.
A través de las cortinas de tul entraba la luz pálida del nuevo día. El mar se adivinaba, allá abajo, velado por la bruma. Aunque no era una situación para festejos, en el tocadiscos sonaba un LP de Raphael: “Hoy para mí es un día especial, puede ser mi gran noche…” Era costumbre, cuando Lela Lola entraba al excusado, poner música a todo volumen, para tapar al menos en parte el concierto de sonidos que salía del retrete, que en ocasiones hacía vibrar hasta los cimientos de la casa. “Qué pasará, qué misterio habrá, puede ser mi gran noche...” Concierto que, invariablemente, terminaba con unos bastonazos en el piso y un nuevo grito. ¡Javiera Ignacia! ¡Pabla Francisca!
Sus nietas la ayudaron a llegar, una de cada de lado, al sillón que ocupaba buena parte del día. "Y al despertar, ya mi vida sabrá, algo que no conoce..." ¡Córtenla con ese barullo, pues!, dijo Lela Lola, y Ana Luisa corrió a levantar la púa del tocadiscos. El disco de vinilo quedó girando mudo un momento más. Lela Lola se acomodó en su trono, en la cabecera de la mesa. El resto de las mujeres se fue sentando, cada cual a su turno, luego de dejar sobre el mantel la tetera, la jarra con leche, los platos con tostadas, buñuelos o chapeleles. Nadie decía nada, no volaba una mosca. Cada movimiento del reloj de péndulo cortaba el aire como un hachazo. Tac, tac, tac, tac…
La vieja se dio cuenta de que algo pasaba. Miró las caras culpables de todas y cada una de sus súbditas y, por supuesto, vio que alguien faltaba. ¿Ánde está el Bernardo José?, preguntó. Fue su hija la que se atrevió a decirle. No está, mamá. No pasó la noche aquí. ¡¿Qué?!, estalló la anciana señora, que olvidando sus achaques golpeó el puño contra la mesa con fuerza inusitada. ¡Cabro loco! ¿Cómo se atreve? ¡Seguro se escapó al cabaret!
***
Los sábados por la mañana se instalaba la feria de pescados y mariscos en Puerto Natales. A un par de cuadras del Muelle Viejo, sobre la calle Yatay, se levantaban los puestos, a ambos lados de la calzada, algunos protegidos con toldos de lona que se sacudían con el viento.
¡Por aquí, señora! ¡Vea qué calidá!
¡Centolla fresca! ¡A la centolla recién llegada!
Javiera Ignacia y su sobrina Ana Luisa caminaron entre cajones de mariscos grandes y pequeños, filetes de salmón y de bacalao en salmuera, congrios y merluzas, que las miraban con sus ojitos de cachorros abandonados, como si dijeran: ¡A mí! ¡Llévenme a mí!
Un vendedor levantaba con una pequeña pala unos cuantos mejillones y los echaba sobre la balanza, cuya aguja quedaba oscilando. Se pasa un poquito, ñora. ¿Se lo dejo?
Lo que no entiendo es por qué no dejan al tío Berni en paz, decía Ana Luisa. ¿Por qué no puede ir y venir cuando quiera? Ya es mayor de edad, ¿no? ¡Pero cállate, muchacha! ¿Qué sabes tú de la vida, pa venir a dar opiniones?
Alrededor de las dos mujeres, las conversaciones iban bajando de tono, a medida que pasaban. Vendedoras y clientas las seguían con la vista y, al verse descubiertas, miraban para otro lado. Oiga, tía, aquí está pasando algo raro, murmuró Ana Luisa, y por una vez su tía tuvo que darle la razón.
¡Por aquí, señora! ¡Vea qué calidá!
¡Centolla fresca! ¡A la centolla recién llegada!
Javiera Ignacia y su sobrina Ana Luisa caminaron entre cajones de mariscos grandes y pequeños, filetes de salmón y de bacalao en salmuera, congrios y merluzas, que las miraban con sus ojitos de cachorros abandonados, como si dijeran: ¡A mí! ¡Llévenme a mí!
Un vendedor levantaba con una pequeña pala unos cuantos mejillones y los echaba sobre la balanza, cuya aguja quedaba oscilando. Se pasa un poquito, ñora. ¿Se lo dejo?
Lo que no entiendo es por qué no dejan al tío Berni en paz, decía Ana Luisa. ¿Por qué no puede ir y venir cuando quiera? Ya es mayor de edad, ¿no? ¡Pero cállate, muchacha! ¿Qué sabes tú de la vida, pa venir a dar opiniones?
Alrededor de las dos mujeres, las conversaciones iban bajando de tono, a medida que pasaban. Vendedoras y clientas las seguían con la vista y, al verse descubiertas, miraban para otro lado. Oiga, tía, aquí está pasando algo raro, murmuró Ana Luisa, y por una vez su tía tuvo que darle la razón.
***
Ay, mamá, estoy preocupada, decía la mamá de Berni, que cada tanto se acercaba a la ventana y corría la cortina, esperando verlo aparecer. Ya le había dado dos vueltas completas al rosario y había encendido una vela frente a la imagen de la Virgen del Carmen. Mire si le pasó le pasó algo, pobre chiquillo…
Algo le va a pasar cuando lo agarre yo, respondió Lela Lola. ¡Cabro abombáo! ¡No le dejo un hueso sano!
Por favor, mamá, no diga eso. El Bernardo José fue siempre un chico tan bueno. En cincuenta años, jamás nos trajo un problema…
La culpa es tuya, Margarita Adela, le espetó su mamá, tú has sido siempre muy blanda con él. Lo mimaste demasiáo.
Margarita Adela no le respondió. Tal vez su madre tuviera razón. Discretamente se hizo la señal de la cruz y, apretando las cuentas del rosario en el bolsillo de su delantal, comenzó a murmurar nuevamente: Dios te salve María, llena eres de gracia…
Unos buenos palos en el lomo, eso es lo que le hace falta, siguió Lela Lola, empuñando con más furia que nunca el mango de su bastón. ¡Así va a aprender!
***
¿Cómo dice? ¿Mi hermano Bernardo? ¿Está segura?, preguntó Javiera Ignacia.
Pero sí, si ella también lo vió (la vendedora de pescado señaló con el mentón a su compañera del puesto de al lado).
Es verdad, pasó por aquicito nomá, delante nuestro, agarrá 'el brazo de un travesti. Debe ser uno de esos que paran en el Hotel Monrovia, me afiguro.
Yo también los vi, intervino una tercera pescadera, sin soltar la cuchilla que usaba para filetear un congrio. Venían del lao de la playa, acomodándose el pelo y la ropa. ¡Ya!, ¡No venían de hacer náa bueno, digo yo!
Javiera Ignacia las miraba a una y a otra, a medida que soltaban sus dardos venenosos, sin saber qué responder.
¡Pero por qué no se meten en sus cosas, viejas chismosas!, les gritó casi llorando Ana Luisa, y se alejó corriendo.
¡Oiga, pero que atrevida la chiquilla!
¡Toavía que una se interesa en sus cuestiones!
Muerta de vergüenza, Javiera Ignacia guardó el pescado envuelto en papel de diario en su bolsa y pagó.
Muerta de vergüenza, Javiera Ignacia guardó el pescado envuelto en papel de diario en su bolsa y pagó.
Oiga, le dijo en voz más baja la pescadera que la atendía. Dígale a su hermano que vaya con cuidáo, mire que detrás de ellos iba un carabinero que los iba siguiendo, ¿ah?
***
Pasó el mediodía, pasó la tarde, cayó la noche y Berni el Palomo seguía sin dar señales de vida. Su mamá ya no sabía a qué santo encomendarse. No había celulares, en esa época, no se podía, como se hace hoy en día, llamar a los conocidos y preguntar. Es más, en la casa ni siquiera tenían teléfono. Las mujeres iban y venían, musitando plegarias e intercambiando frases esperanzadas. Cada auto que pasaba por la calle, cada persona que se acercaba podía ser portador de buenas o malas noticias. Pero no, nadie venía.
***
A unos diez kilómetros de allí, ajeno a aquellas especulaciones y plegarias, Berni el Palomo, hasta entonces un hijo tan tranquilo y obediente, iluminaba el camino con una linterna, mientras los travestis sacaban los cadáveres del maletero del Chevrolet y los llevaban como fardos hasta la playa.
¿Estás seguro que es acá? Sí, dijo el Palomo, es allá, sobre aquellas rocas. Van a pasar a buscarlos esta madrugada con la lancha.
No había luna ni estrellas. Las olas rompían ciegas contra las rocas del Cabo de los Lobos. ¡Iluminá bien!, le dijo Pola. ¿Querés que me rompa el alma?
Llevaron primero el cuerpo del francés chiquito, agarrándolo una de los brazos y otra de las piernas. Luego le llegó el turno al grandote marroquí. Lo bueno es que con este frío se conservaron bien, dijo Pola. En Buenos Aires ya hubieran empezado a largar olor, tanto tiempo en el baúl.
Los dejaron ahí, uno sobre el otro, no tan a la vista y no tan ocultos, para que los pescadores los encontraran con facilidad.
No había luna ni estrellas. Las olas rompían ciegas contra las rocas del Cabo de los Lobos. ¡Iluminá bien!, le dijo Pola. ¿Querés que me rompa el alma?
Llevaron primero el cuerpo del francés chiquito, agarrándolo una de los brazos y otra de las piernas. Luego le llegó el turno al grandote marroquí. Lo bueno es que con este frío se conservaron bien, dijo Pola. En Buenos Aires ya hubieran empezado a largar olor, tanto tiempo en el baúl.
Los dejaron ahí, uno sobre el otro, no tan a la vista y no tan ocultos, para que los pescadores los encontraran con facilidad.
Par de basuras, dijo la Gorda Yolanda, a modo de epitafio, deberían darnos una medalla. Subieron al viejo Chevrolet, que había quedado con las luces apagadas pero el motor en marcha, ronroneando en la oscuridad. Yolanda se puso al volante y Berni subió atrás. ¿Y ahora?, preguntó la Gorda. ¿Vamos a volver al pueblo? La policía nos debe estar buscando todavía. Pola prendió un cigarrillo y tiró el humo, se tomó su tiempo para contestar. Esto es lo que vamos a hacer, dijo, y se dio vuelta hacia Berni el Palomo: Vamos a pasar la noche en casa de tu amigo el Cacique.
No es un cacique, en realidad, dijo Berni.
Bueno, lo que sea. Ya tuvimos mucho jaleo por hoy. Mañana, más tranquilas, vamos a poder pensar con claridad. Eso, dijo Yolanda, y señalando con un gesto el gallo acogotado dijo: Y vamos a hacer un buen puchero, también, que hoy no probé bocado en todo el día.
¡Vos siempre pensando en la comida! Arrancá, dale.
La Gorda puso primera y encendió las luces. Condujo con precaución, por ese camino sin asfaltar que bordeaba la bahía, tan pegado al mar que en algunos sectores las olas habían carcomido los bordes. Trató de evitar los pozos y las piedras más filosas, que sobresalían como cuchillas del terreno: lo único que faltaba es que pincharan un neumático. Pola se dio vuelta y, apoyándole una mano en la rodilla al Palomo, le dijo: ¿Tendrá tu amigo una piecita para nosotros dos solos?
La Gorda puso primera y encendió las luces. Condujo con precaución, por ese camino sin asfaltar que bordeaba la bahía, tan pegado al mar que en algunos sectores las olas habían carcomido los bordes. Trató de evitar los pozos y las piedras más filosas, que sobresalían como cuchillas del terreno: lo único que faltaba es que pincharan un neumático. Pola se dio vuelta y, apoyándole una mano en la rodilla al Palomo, le dijo: ¿Tendrá tu amigo una piecita para nosotros dos solos?
Eh… tartamudeó el Palomo, Sí, creo que sí…
Pola le guiñó un ojo y le dijo: Te portaste bien hoy, chiquitín. Te merecés un premio.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continución...
CAPÍTULO 28: EN CASA DE TYSON
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