Capítulo 91 - El espía

¡Qué pecado! Una chica tan joven, y tan bonita, casada con ese viejo carcamán…

Lalita y don Chicho se habían convertido, en la comidilla del pueblo, esa noche, en el circo.
Había sido suertudo, el italiano… ¿De dónde la habrá sacado, digo yo?
¿No la conoces? Es la hija de Flora, la lavandera.
¿Cuál? ¿La chiquilla de trenzas, la que pasaba con la canasta?
Pocos podían reconocerla, ahora, con ese vestido de falda acampanada, talle encorsetado y guarnecido de encajes, y un sombrero de ala ancha que enmarcaba su carita angelical.
¡Vaya, si parece una princesa!, comentaban por lo bajo los hombres, que prestaban poca o ninguna atención a lo que pasaba en la pista: a los payasos, al patético número de la Mujer Barbuda, o al bizarro espectáculo con diapositivas del Rey del África Occidental… Todo su atención estaba puesta en las damas sentadas en las primeras filas: en la gringa Irena y su joven galán; en la morena Carlota, sobrina del Gobernador; en la judía Judith, prometida del Vasco Mendieta, sentada charla que te charla al lado de Bernardo; y más que en ninguna, en la bella Lalita, la flamante esposa del sastre napolitano.
¿No lo sabía? Si ya está esperando familia y todo.
¿Cómo? ¿Tan pronto?
Parece que sí. La ha revisado el Dotor.
¿Y de quién será ese chiquillo, dice Usted?
Los dos deslenguados lo miraron a Bernardo, que estaba sentado justo delante de ellos, y podía escuchar lo que decían.
Quién sabe… ¿No será de nuestro amigo, aquí presente?, lo señaló uno de ellos con el mentón.
La Señorita Judith se largó una carcajada. A Bernardo no le quedó más remedio que darse vuelta y decirles:
Señores. Si son tan amables, les pido un poco de discreción.
Ja, ja, ja… ¡No se enoje, pues máistro!
Si estamos puro chacotiando, nomás…
***
La función del Gran Circo Tívoli llegaba a su final. El multifacético Míster Antonio, que además de enano del circo era también el mago, equilibrista, lanzacuchillos y presentador, ahora se encargaba de llevar a cabo el último número de la noche: dirigir a punta de látigo las acrobacias y destrezas de Bismarck, el fiero león, que contaba en su historial con el triste honor de haberle arrancado la cabeza de un mordisco al anterior domador.
¡Y ahora! ¡Como broche de oro de esta espectacular función…!
Los tramoyistas ya habían empujado hasta el centro de la pista el carromato sobre el que estaba montado la jaula, y ahora armaban el recinto enrejado en el que actuaría el valeroso domador.
¡¡¡¡GROOOAAARRRRR!!!!, gruñó Bismarck, de un modo que hizo estremecer al más pintado de los espectadores. Su enorme y musculoso cuerpo se paseaba dentro de la jaula, de un lado a otro, anticipando el momento de salir de allí.
Oye, Tony, que no me gusta nada cómo está Bismarck esta noche, dijo la Bella Nana. Será mejor que cancelemos el número.
Sí, la secundó Amalia, la Mujer Barbuda, que temía por el pequeño domador, a quien amaba en secreto y sin esperanzas.
No, dijo, Míster Antonio. La función debe continuar, pase lo que pase. ¿Dónde está Juan Carlos?
Se refería al Rey del África Occidental, el Hombre Forzudo del Circo, quien dormía plácidamente en su camerino, tras beberse el narcótico que debió haberle administrado al león.
No lo sé. Iré a buscarlo, dijo Amalia.
Apúrate, por favor. Dile que prepare los aplacadores.
Los aplacadores era unas barras de fierro, que dejaban calentándose al rojo vivo en un brasero, para ensartar en las costillas del león, en caso de que se pusiera muy difícil de controlar.
Sí, Tony. Sólo espera a que vuelva con él, antes de empezar el espectáculo, dijo la Mujer Barbuda, y salió corriendo por el pasillo, levantándose el vuelo del vestido para no tropezar.
Pero Míster Antonio no podía esperar. El público se estaba poniendo cada vez más impaciente: los ricos de las primeras filas, que se creían con el derecho de juzgarlo, sólo porque habían pagado los boletos más caros; y los pobres que se apiñaban en el fondo de la carpa (peones, sirvientas, ex presidiarios y lavanderas) a muchos de los cuales Míster Antonio había aleccionado en secreto durante la semana, incitándolos a rebelarse contra la autoridad. ¿Qué clase de ejemplos iba a darles, ahora, si el mismo reculaba ante una fiera irracional?
Míster Antonio dio un trago al frasco que llevaba en el interior de su chaqueta y se lo pasó a la Bella Naná, que dijo:
Tony, por favor… Espera un momento…
Míster Antonio entró de todos modos en el recinto enrejado y se plantó delante de la jaula de Bismarck, que movía la cola del modo en que la mueven los gatos, para mostrar que no están para nada contentos. Sus pupilas amarillas se habían fijado en él pequeño domador, como diciendo: “Cuando salga de aquí… ¡La que te espera!”
El pequeño Míster Antonio tragó saliva. Sabía que todos los ojos estaban fijos en él, y que su éxito o fracaso serían un ejemplo a seguir. No era un simple domador, enfrentándose a una fiera, en un pueblo perdido: era un símbolo del Glorioso Proletariado en su lucha contra el salvaje Capitalismo.
Míster Antonio preparó el látigo y le gritó al tramoyista que sostenía la soga, conectada a la puerta de la jaula:
¡Ábrela!
***
Sí, Míster Antonio era un apóstol de los Nuevos Tiempos. El dogma marxista era su Evangelio, y aunque su prédica le había causado más de un problema en las ciudades y pueblos por los que el Gran Circo Tívoli había pasado (cosa que sus propios compañeros no se cansaban de reprocharla) el fervoroso Míster Antonio no podía dejar de predicarlo. De lo que está lleno el corazón habla la boca, y el corazón de Míster Antonio estaba lleno de sueños de libertad: de masas de obreros que rompían sus cadenas, de burgueses que pagaban con su sangre la osadía de tratar de someter a sus semejantes…
Ay, Tony, termínala con esa monserga, le rogaba la Bella Naná. Sólo conseguirás que nos metan presos y nos expulsen de este pueblo también.
Era riesgoso lo que hacía. Hasta a los milicos que montaban guardia junto al cañón, en la esquina de la Plaza de Armas, se los puso a aleccionar.
¡Los soldados también deben unirse a nuestra causa! ¡Ponerse del lado de las masas oprimidas, y no de los millonarios chupasangre!
Oye, enano, lo interrumpió uno de ellos, ¿y tu cosito cómo es? ¿Igual de pequeño que tú? Por qué no me lo muestras…
El otro soldado, sin embargo, se lo había quedaba escuchando. No podía leer el panfleto que Míster Antonio le enseñaba, porque no sabía leer. Aun así, sus palabras habían calado hondo en él. También él hubiera deseado una Revolución que prendiera fuego el mundo, pero no para lograr una sociedad más justa, sino para terminar de una vez con los ricos; para matarlos a todos y quedarse con sus pertenencias: sus casas, sus comercios, su licor… Y, sobre todo, sus mujeres.
¿Cuál es tu nombre, soldado?, le preguntó Míster Antonio al milico que se mostraba más impresionado por sus palabras.
Cabo, lo corrigió éste, señalando el único galón que adornaba la manga de su chaqueta harapienta. Cabo Contreras.
Ya que era ni más ni menos que el marido de Flora, la lavandera, y por ende padrastro de Lalita, su oscuro objeto de deseo, hoy casada con ese gordinflón del Sastre.
¿Quién iba a decirle al Cabo Contreras que esa noche también él estaría allí, en la entrada del circo, montando guardia otra vez, como castigo por una falta disciplinaria? Al Cabo le habían chirriado los dientes, al ver pasar a Lalita del brazo de don Chicho, que se había venido con su uniforme rojo de la Milicia Urbana, sus botas relucientes y el sable colgando a un costado. Con el aliento enturbiado por el alcohol, el Cabo Contreras murmuró:
Ya te ajustaré las cuentas a ti, bandido italiano…
***
Sí, la prédica revolucionaria de Míster Antonio se había extendido como una mancha de aceite, esa semana, en la Colonia de Punta de Arenas. El enérgico Director y actor principal del Gran Circo Tívoli había hablado con los obreros del aserradero de Johanssen, instándolos a rebelarse contra su patrono; con los empleados de la ferretería del Vasco Mendieta, a quienes animó a tomar el control del negocio de su jefe; e incluso detuvo en la Calle Principal al maestro, cuando salía de la Escuela Mixta.
¿Cómo estás, compañero?, le dijo el pequeño Míster Antonio, al tiempo que le convidaba un cigarrillo. ¿Cómo te trata la vida?
Pues… así… dijo Bernardo, que salía otra jornada agotadora, tras aguantar durante un toda la mañana a esos mocosos del demonio.
¿Sabes? Nosotros creemos que la educación es la más importante de las actividades. La formación de las futuras generaciones…
¿Nosotros?, lo cortó Bernardo, que no veía la relación entre la actividad circense y la instrucción de los párvulos.
Mirá, le dijo el pequeño revolucionario, pareces un joven inteligente. Aquí hay algo que pueda interesar.
Bernardo estaba agotado, sin paciencia para aguantar tonterías. Apenas si echó un vistazo al panfleto que Míster Antonio le tendía. Cuando vio que se trataba de una proclama revolucionaria, se lo devolvió sin más trámite.
Será mejor que guardes esto, dijo Bernardo, que sin darse cuenta había empezado a tutearlo.
No lo comprendo, dijo Míster Antonio, que debía dar varios pasos cortitos y rápidos, para compensar las zancadas de Bernardo. Eres un joven culto, e inteligente. ¿Es que acaso…?
Era ya pasado el mediodía, y Bernardo se moría de hambre. No veía la hora de llegar a casa de los Braustein, sus caseros, y engullir el plato de borsch que don Samuel seguramente ya le habría preparado.
¿Tu no eres de aquí, verdad?, le preguntó el pequeño cirquero. Se nota por tu acento.
No, dijo Bernardo. Vengo de Temeschwar, en el Imperio Austrohúngaro.
¡Oh, la vieja Europa!, exclamó Míster Antonio, dejando salir el humo de su cigarrillo. Ya me gustaría ir a tu tierra natal, alguna vez.
El tráfico era intenso, a esa hora del día. Pasaban carros cargados con mercancías, carretas con troncos, caballos al trote lento (ya que el Mayor García Lacroix, el Gobernador Militar de la región, había emitido una ordenanza prohibiendo a los jinetes pasar al galope, para proteger a los transeúntes).
Pues sí, seguro te gustaría, dijo Bernardo. Es una bella región, al pie de las montañas…
Una región con explotadores y explotados, no menos que las otras, dijo Míster Antonio. Con ricos que se quedan con la plusvalía, y pobres como tú, que a causa de su miseria no tienen más remedio que emigrar.
Pues, no exactamente…, sonrió Bernardo, dando otra pitada a su tabaco. Mi padre era uno de los comerciantes más prósperos de la ciudad. Tenía docenas de empleados, y una multitud de servidores…
Me tomas el pelo, ¿verdad?, dijo Míster Antonio.
Te aseguro que no. Teníamos una casa muy bonita, a orillas del río Temesch, y una residencia de verano en los Cárpatos.
¿Y entonces qué haces aquí, trabajando por unos centavos?
Ya habían llegado a casa de los Braunstein, los padres Judith, que tenían una pequeña tienda de abarrotes en el frente. Bernardo dio una última pitada y arrojó la colilla.
Escucha, amigo, le dijo al pequeño y barbado revolucionario, aquí el horno no está para bollos. Si el Gobernador llega a enterarse de esto, te expulsará a ti y a tu gente en el primer barco que pase. Ya deportó a un grupo de agitadores franceses, el año pasado…
Míster Antonio pareció confundido.
Bueno, en ese caso, balbucéo…
No se preocupe por mí, no lo delataré, dijo Bernardo. Pero será mejor que se cuide con quien habla. Este pueblo está lleno de espías, y no me extrañaría que ya le hayan ido con el cuento a las autoridades.
Se dieron la mano al despedirse. Bernardo no sabía hasta qué punto estaba acertado. Desde una distancia prudencial, el soldado de civil encargado de seguir a Míster Antonio anotó en su libreta:
Habló con el maestro. Le entregó un papel. Le dio la mano…

© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.
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A continuación...

CAPÍTULO 92: TE LO DIJE

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