¿Alguien podía anticipar lo que iba a pasar, esa noche en el circo? ¿Podía alguien preveer que el León iba a escaparse, y que todo iba a terminar en desastre? Nada parecía indicarlo.
¡Esta noche! ¡En el debut del Gran Circo Tívoli, en la hermosa ciudad de Punta Arenas…! ¡Con Ustedes…! ¡El arriesgado…! ¡El inigualable…! ¡El intrépido Míster Antonio! ¡Se enfrentará, mano a mano, con Bismarck, el fiero león! ¡Fuerte el aplauso, damas y caballeros!
¡¡¡GROAAAAARRRR!!!
No sé qué le pasa a Bismarck. Está como loco esta noche, dijo la Mujer Barbuda.
Es verdad, dijo la Bella Naná. ¿Dónde está Juan Carlos?
Se refería al Rey del África Occidental, quien, aunque no participara directamente, era parte fundamental del número. Era él el que le administraba a Bismarck, minutos antes de su entrada en escena, la dosis del narcótico que lo tranquilizaba. Era él el que revisaba que el recinto enrejado quedara bien asegurado en sus goznes, y, llegado el caso, era él que manejaba los aplacadores, las barras de hierro que dejaban calentándose al rojo vivo en un brasero, para ensartar en las costillas del león, si llegaba a descontrolarse. Un recurso al que ya habían tenido que apelar, como atestiguaban las numerosas cicatrices en el pellejo del Bismarck.
No lo sé, dijo la Mujer Barbuda. Ya debería estar aquí.
¡¡¡GROOOAAAAAAAAAARRRR!!!
¡Corre, Amalia! ¡Ve a buscarlo!, dijo la bella asistente y ecuyère.
Sí, salió corriendo la Mujer Barbuda, levantándose la falda del vestido, para no tropezar.
La carpa estaba llena a reventar. Era la primera vez que se presentaba un circo en el pueblo, y nadie quería perderse la novedad.
Con permiso, con permiso… trataba de abrirse camino Amalia, entre el gentío que se agolpaba, de pie, la parte más alejada de la pista. Era el lugar donde las entradas eran más baratas. Muchos de los peones, obreros, lavanderas y sirvientas que colmaban ese sector se habían ubicado en los pasillos, para ver al menos en parte el espectáculo. Una pequeña soga les cerraba el paso, para que no se pasaran a las filas del frente, junto a quienes habían pagado las entradas más caras.
Con permiso, señores. ¡Dejen pasar, por favor!
¿Adónde vas tan apurada, barbudita?, aprovechaban para acariciarle la barba algunos de los espectadores, y otros, aún más atrevidos, para palparla en otras partes más recónditas, a través de la tela del vestido.
¡Oye! ¡De verdad es una mujer!
¡Quítate! ¡Sal de aquí!
¿Estarás igual de peluda, aquí abajo? Déjame ver…
¡Suéltame, maldito cerdo!
Amalia debió asestarle un rodillazo, para lograr que la soltara.
¡Ay…!
Salió de la carpa, finalmente, por la entrada principal; pasó frente a los soldados que montaban guardia en la puerta, uno de los cuales era el Cabo Contreras, el padrastro de Lalita.
¿Y a esta, qué bicho le picó?
Amalia corrió hasta la carpa más pequeña, en la que habían instalado los dormitorios y los camerinos. Encontró al Rey del África Occidental tirado en su catre, con los ojos entreabiertos y una expresión de Madonna Renacentista.
¡Juan Carlos! ¿Qué haces ahí?
El gigantesco moreno se había refugiado en el camerino, después de su número de fuerza, con un dolor de espalda insoportable.
¡Levántate, Juan Carlos! ¡Ahora mismo! ¡Tony ya no puede controlar a Bismarck!
Iluminado tan sólo por un candil de aceite, el lugar tenía un aspecto sepulcral.
¿Amalia? ¿Eres tú?, sonrió el Rey del África Occidental, dejando al descubierto la ventanita que tenía entre los dos dientes de adelante. Ya no parecía dolerle nada.
¡Apúrate, Juan Carlos, por favor!
Amalia lo tomó de las solapas y trató de levantarlo, pero era demasiado pesado para ella.
¡Eres tan buena, Amalia!, dijo el moreno. Ven aquí, dame un beso…
Uf, pero si es que hueles a…
Ahora se daba cuenta a que olía el aliento de Juan Carlos. Ni más ni menos a láudano. En un instante, Amalia lo comprendió todo:
¡Juan Carlos!, exclamó. ¡Te tomaste el remedio de Bismarck!
***
Algo de lo que también se dio cuenta Míster Antonio, cuando vio que el León se le venía encima, sin retroceder ante sus latigazos.
Este maldito está más despierto que nunca, pensó.
No todo estaba perdido. Aún podía retroceder. Pedir que le abrieran la puerta del recinto enrejado y dejar a Bismarck ahí adentro. No iba a ser la primera vez que un número de circo fallara.
¡¡¡GROOOOAAAAARRRR!!!, gruñó el fiero león, que tenía un prontuario considerable: como que ya se había comido a otro domador, en el circo anterior, y le había arrancado el brazo a un marinero durante el viaje en el barco.
¡Tony! ¡Por favor!, le rogaba la Bella Naná. ¡Sal de allí! ¡Ya es suficiente!
Pero Míster Antonio no quería salir. Sabía que todos los habitantes de Punta Arenas tenían puestos los ojos en él. Los ricos de las primeras filas, que por haber pagado más cara su entrada se creían con derechos; y los pobres del fondo, las masas oprimidas, a quienes Míster Antonio había llevado durante la semana, de manera secreta, su mensaje de liberación. ¿Qué pensarían de él, sus amados proletarios, si ahora retrocedía?
Un murmullo de inquietud recorrió las gradas del circo. Todos contuvieron el aliento, al ver el giro dramático que había tomado el último número de la noche. Todos menos Marco Polo, el orangután de Borneo, que tranquilamente fumaba un cigarrillo, apoyado en uno de los palos que sostenían la carpa.
¡Llama a Juan Carlos, Naná!, gritó Míster Antonio, a quien el León, en un movimiento inesperado, ahora había llevado hasta el ángulo contrario del recinto enrejado, lejos del lugar donde estaba la puerta. Ya era tarde para retroceder. No podía hacerlo, aunque quisiera. A Míster Antonio no le quedó más remedio que sacar el estilete que llevaba en la cintura, para apuñalar a Bismarck, si se acercaba demasiado.
¡Llama a Juan Carlos, Naná! ¡Dile que use los aplacadores!
La Bella Naná no sabía qué hacer. Juan Carlos brillaba por su ausencia.
Por fin, la bella cirquera le gritó a uno de los tramoyistas:
¡Eh, tú! ¡Coge uno de esos fierros! Pásalo por la reja y quema al león en el costado.
¿Quién, yo?
Te daré doble paga, si logras detenerlo.
La Bella Naná le pasó a un trapo, para que sostuviera la barra del extremo opuesto, sin quemarse.
Apúrate, chico. ¿Podrás hacerlo?
Sí, doña Naná, dijo el muchacho. Por desgracia, sus buenas intenciones no sirvieron de nada. Cuando fue a sacar uno de los fierros, se dio cuenta de que el fogón estaba apagado.
***
¡Ja, ja! ¡Me parece que el Enano no cuenta el cuento!, dijo el Teniente Arias Aldao.
¡Ay, Alejandro! ¡No seas así!, exclamó su novia, Elisa O’Reilly, quien cerró los ojos, para no ver lo que a esta altura ya parecía un desenlace fatal.
Doménico, por favor, rogó Lalita. Vámonos de aquí. Tengo miedo…
Sí, amore mío, dijo don Chicho, que se había dado cuenta antes que nadie que la reja de protección que habían puesto se movía demasiado. Quién sabe si podía resistir el peso de semejante bicho, si llegaba a embestirla.
¡Mira, mamá! ¡El león le quitó el látigo al enano!, exclamó Julio César, el hijo más grande del Mayor García Lacroix. ¡El Enano va a morir!
Ay, niño, ya cállate, dijo la Señora Manuelita, y dirigiéndose al ama agregó: agarra a los niños, Gerarda. Nos vamos de aquí.
¡¡¡GROOOAAAARRRR!!!
Lo mismo debió de pensar Irena, que ya se ponía de pie, lista para coger las Villadiego junto a su joven galán.
No iba tan fácil salir de allí, sin embargo. Mientras los que estaban más cerca de la pista, los ricos a quienes Míster Antonio detestaba, se agolpaban hacia la salida, los pobres de la últimas fila, más lejos del peligro, se apelotonaban en los pasillos, para no perderse detalle de lo que pasaba.
¡A un lado! ¡A un lado!, gritaba el Mayor García Lacroix, Gobernador Militar de la Región, el único que trataba de entrar, mientras los demás salían. Su familia había quedado en la zona más expuesta. ¡Déjenme pasar, maldita sea!
***
¡Ay, Señor Caledonia!, se prendió del brazo de Bernardo la Srta. Judith Braunstein, viuda de Papanópulos, que se había sentado al lado suyo sólo para transmitirle un mensaje de su amiga Carlota, para arreglar el encuentro amoroso de los dos jóvenes, el que debía marcar el final de la estadía de Carlota en Punta Arenas.
¡Esto se está poniendo cada vez más feo, Señor Caledonia!
Bernardo sintió el perfume de su pelo, el roce de su manito enguantada…
¿Le parece? No creo que sea para tanto…
Hasta ese momento, es verdad, Bernardo le venía prestando poca o ninguna atención a lo que pasaba en la pista. Incluso cuando el león comenzó a desmadrarse, Bernardo llegó a pensar que no se trataba más que de un truco del domador para dotar a su acto de más dramatismo. A diferencia de los demás espectadores, él ya había estado antes en un circo, no una, sino varias veces; y en circos diez veces más grandes que ese, en distintas ciudades de Europa. Bernardo sabía que a veces los artistas exageraban el peligro. Los equilibristas fingían tropezarse al caminar sobre el alambre; los trapecistas simulaban resbalarse de las barras que los sostenían.
¡Ay, no!
Sin embargo, cuando el látigo de Míster Antonio se envolvió en la pata delantera del felino, y este logró arrebatárselo, Bernardo comenzó a sospechar que el asunto iba mal en serio.
¡Oh…!, gritaron horrorizados los espectadores, cuando Bismarck dio un salto y, sin más preámbulos, tomó entre sus fauces una de las piernecitas del valiente domador.
¡AHHHH!, gritó éste, al sentir los filosos colmillos hundirse en su pantorrilla.
¡Tony!, gritaba desesperada la Bella Nana, al ver que la sangre comenzaba a teñir de rojo el blanco pantalón. ¡Tony! ¡Tony!
Dos tramoyistas golpeaban en los flancos a Bismarck, a través de la reja, con los aplacadores sin calentar, lo cual no parecía afectar en lo más mínimo al león. El orangután Marco Polo meneaba la cabeza, sin dejar de fumar.
¡Ahhhh!, gritaba Míster Antonio, que tiraba estiletazos a diestra y siniestra con su pequeña espadita, sin lograr que el león lo soltara. ¡Ahhhhh!
¡Ja, ja, ja!, se carcajeaba el Teniente Arias Aldao. ¡Te lo dije!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.
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