Capítulo 90 - Un pobre gatito asustado

 Supuestamente, el león no tenía manera de escaparse de ahí adentro: alrededor de su jaula, montada encima de un carromato (que los tramoyistas habían empujado hasta la mitad de la pista, mientras el bicho rugía y les tiraba zarpazos que chocaban contra los barrotes), habían armado otra jaula, de unos siete pies de altura, con rejas que se enganchaban unas con otras por medio de pernos y bisagras.

No entres ahí adentro, Tony, suplicaba Amalia, la Mujer Barbuda. Tuve un mal sueño, anoche…
GROAAARRRRRR… volvió a rugir Bismarck, un león viejo y mañoso, que ya le había arrancado la cabeza a un domador, en el circo anterior, y le había comido un brazo a grumete durante el viaje.
No te preocupes, le respondió el Enano Tony, también conocido como Míster Antonio: un artista excepcional, que además de director del circo era payaso, equilibrista, mago, trapecista… Y, en los últimos tiempos, también domador fieras, obligado por las circunstancias. Para terminar de animarse, sacó de su bolsillo una petaca de licor y le dio un buen trago.
¡Y ahora, en el número principal de la noche, Damas y Caballeros…!
Tony, por favor…, repitió la Mujer Barbuda, que a último momento le deslizó en el bolsillo una medallita de la Virgen de Guadalupe.
Aquí tienes, para que te cuide…
Gracias, dijo Míster Antonio, aunque era materialista dialéctico y no creía en vírgenes, santos ni supercherías de ninguna clase: sólo creía en un Revolución Social, capaz de liberar de sus cadenas al proletariado y de llevarlo a tomar las riendas de su propio de destino.
Abran la puerta, dijo Míster Antonio.
¡Y ahora, damas y caballeros, en último número de la noche…!
***
No hacía falta predecir el futuro, para ver que aquello iba a terminar en desastre. Un desastre que, en principio, sólo podría alcanzar al diminuto domador, que entró dentro del recinto con la frente en alto, el látigo bien sujeto en la mano derecha, un estilete en la cintura y, en caso de que el asunto se pusiera de verdad difícil, un revolver embutido en la cintura.
Dentro de la jaula pequeña, Bismark volvió a rugir, al ver que el momento de la verdad se acercaba. Desde el borde de la pista contemplaba la escena la plana mayor del Circo Tívoli: Amalia, la Mujer Barbuda (enamorada en secreto del pequeño domador), la Bella Naná (esposa y asistente de Míster Antonio) y el viejo orangután Marco Polo, vestido con su frac y su galera, que cruzado de piernas fumaba un cigarrillo, mirando para otro lado.
¿Y Juan Carlos? ¿Dónde se metió?, preguntó la Bella Naná.
Se refería al Rey del África Occidental, el otro miembro del elenco, que dormía a la pata suelta en el camerino, luego de tomarse la dosis de narcótico que debía administrarle a Bismarck para calmarlo.
No sé. Debería estar acá.
Era él, además, el encargado de manejar los aplacadores, unas barras de hierro que dejaban calentándose al rojo vivo en un brasero, para, en caso de necesidad, ensartar en las costillas del león, si es que el domador no lograba dominarlo.
Ve a buscarlo, Amalia. ¡Dile que venga ahora mismo!
¡GROAAARRRRRR…!
Tal vez cruzó por la cabeza de Míster Antonio la idea de que Bismarck no estaba debidamente sedado, aunque ya era tarde para volverse atrás. Todos esperaban ver el broche de oro de aquella función, y él no era quién para negarles el placer de disfrutarlo.
Se paró entonces bien firme delante de la jaula pequeña y gritó:
¡Suéltenlo!
Desde afuera del recinto enrejado uno de los tramoyistas tiró de una soga. Un par de roldanas giraron, la puerta de la jaula se abrió.
***
El público contuvo el aliento, al ver el inmenso animal abandonar la jaula y bajar por el tablón, para encararse con el diminuto personaje.
¡Ja!, exclamó el teniente Arias Aldao, sentado en la segunda fila, ¡a este se lo come de un bocado!
Sentada al lado suyo, Elisa O’Reilly cerró los ojos y ocultó el rostro detrás de su hombro, para no presenciar lo que parecía el inminente final.
Que no lo fue. No todavía, ya que el látigo de Míster Antonio describió una curva en el aire, para luego estallar contra hocico del felino, obligándolo a retroceder.
¡Se defiende, el chiquitín!, dijo uno de los gauchos que miraba el espectáculo, de pie, desde una fila de atrás.
Bismarck se alejó hasta el lado contrario de la reja, y caminó a la ancho del recinto; dio un pequeño rodeo, como midiendo a su adversario. Las luces de todos los faroles se reflejaban en sus pupilas amarillas, y hacían cambiar de tono su pelaje tornasolado.
¡Qué hermoso animal!, dijo Judith Braunstein, viuda de Papanópulos, que sin pensar lo que hacía, llevada por la excitación, tomó del brazo a Bernardo.
¡Perra!, exclamó Irena, al otro lado de la pista, desentendida por completo del espectáculo circense. Sus ojos refulgieron como los de una leona, al ver que su antiguo amante de pronto acompañado.
¿Decía, Señora Suker?, preguntó Lars Johansson, su jovencísimo galán, al que había traído pura y exclusivamente para provocar los celos de Bernardo.
Ah, ya cállate.
Dentro de la reja, Míster Antonio caminó hacia el león, con el objeto de llevarlo hacia el aro que ya tenía preparado.
¡Camina!, le gritó, y le tiró un nuevo latigazo, directo a los ijares. El bicho abrió las fauces, transido de dolor.
¡Ay!, se lamentó Lalita, la joven esposa de don Chicho, a quien todo aquello sólo le parecía un espectáculo cruel: ni más ni menos que un pobre gatito al que estaban castigando sin razón.
Doménico, quiero irme, por favor.
Sí, amore mío!, dijo don Chicho, le dio la razón don Chicho, que ya había visto la reja sacudirse más de lo debido, cada vez que el león se arrimaba. Tal vez fue él el primero, allí dentro, en darse cuenta de que no estaba bien colocada.
¡Oye, que no nos dejas ver!, se quejó desde más atrás un espectador, al que su corpachón tapaba el espectáculo. ¡Muévete, gordiflón!
Va fangù!, le respondió el Noble Sastre Italiano.
Fue entonces cuando se escuchó el grito horrorizado de Amalia, anunciando el desastre.

© Emilio Di Tata Roitberg, 2021.

 
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A continuación...

CAPÍTULO 91: EL ESPÍA

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