Es
cierto, había otras mujeres más jóvenes que ella, pero era Irena la que
más llamaba la atención, esa noche, en el circo, por el encanto con que
se movía, por el escote de su vestido, y, sobre todo, por el galán con
el que se había aparecido: nada menos que Lars Johansson, el hijo más
chico del viejo Johansson, el dinamarqués del aserradero: un muchacho
joven, guapo y rico por añadidura.
¿Está bien este lugar, querida?, la ayudó a sentarse Lars, que no perdía oportunidad de agasajarla. Cualquiera podía darse cuenta de que estaba loco por ella.
Yo no sé qué le ve, comentaban picadas las demás mujeres. ¡Es una vieja!
Más gente seguía llegando, aún cuando ya había comenzado la función.
¡Y ahora, en el próximo número, tenemos el honor de presentarles a…!
La llegada del Circo fue más que bienvenida en Punta Arenas, un pueblo tan chiquito, donde nunca pasaba nada. Cierto que se trataba un circo pequeño, con muy pocos animales, y tan solo media docena de artistas, que aparecían en casi todos los números.
¡Uh…! ¿Otra vez este enano?
El peso de la función recaía sobre Míster Antonio, el pequeño pero enérgico Director, que además de Presentador era payaso, equilibrista, mago, escupe fuego, trapecista, domador de fieras, lanzacuchillos…
¡Ay!, exclamaban los espectadores, cada vez que Míster Antonio lanzaba una daga en dirección a la Bella Naná: afilados puñales que se clavaban en un tablero, a milímetros de su escultural anatomía.
Ay…, se tapó los ojos la mujer del Fiscal, al ver lo cerca que había pasado el último cuchillo, mientras su marido, al igual que el resto de los hombres, no dejaba de contemplar la agraciada figura de la asistente, apenas cubierta por lo que hoy se llamaría una bikini.
¿Será cierto que es su esposa?
No era común, por aquellas épocas, ver a una mujer tan escasa de ropas, menos en Punta Arenas. La aparición de la Bella Naná era un espectáculo en sí mismo.
¿La esposa de quién? ¿De ese enano?
Así parece. Esta mañana iban del brazo, por la Calle Principal.
No la mires tanto, querido Lars, o me harás poner celosa, dijo Irena.
Pierda cuidado, Sra. Suker. Yo sólo tengo ojos para Usted...
Todos podían verlos; estaban sentados en primera fila, no lejos de Don Chicho y su flamante esposa, frente al pequeño palco reservado para el Gobernador y su familia. Fue Lars el que compró los boletos, los más caros de todos. No le costaba nada, era el hijo de un rico.
¡Miren si será descarada! ¡Se besan en público y todo!
Eso fue justo al final del número, luego de que Míster Antonio arrojara el último puñal, que partió en dos la manzana colocada sobre la cabeza de su partenaire.
¡Un gran aplauso, Señoras y Señores, para Míster Antonio y la Bella Naná!
Los espectadores aplaudieron a rabiar. Unos silbaron, otros se pusieron de pie para ver mejor a la Bella Naná, que al inclinarse dejaba al descubierto buena parte de sus bien formados pechos.
¡Esto es una inmoralidad, una indecencia!, exclamaba desde el fondo de la carpa el Padre Tadeusz, que se había opuesto con todas sus energías a la llegada del circo, aunque, tras no conseguirlo, había decidido asistir a la función él también.
Al número de los cuchillos siguió el de la Mujer Barbuda, que sin mucho éxito trató de hacer bailar a un par de perritos disfrazados de arlequines.
¡Uuuuuuhhhh! ¡Fuera!
Ay, Lars… Eres tan dulce… exclamaba Irena, mientras su galán le ofrecía unas castañas en garrapiñada que acababa de comprar.
No le importaba lo que pudiera pensar de ella la “gente bien” de la Colonia. Con el rabillo del ojo podía ver la reacción que causaba en Bernardo, que estaba sentado al otro lado de la pista, al lado de la pareja que formaban el Oficial con la mano vendada y la hija del Doctor O’Reilly. Irena disfrutaba de verlo revolverse en su asiento, consumido por los celos. ¡Era justo lo que se merecía, por haberla tratado de forma tan cruel! Por haberla abandonado, sin ninguna explicación, escapándose como un ladrón en la noche. Por haber ignorado sus ruegos, cuando, entre lágrimas, ella le pidió que volviera, y le dijo que ya no podía vivir sin él...
¡Fuerte ese aplauso para Amalia y sus perritos bailarines, por favor!
Tras el número de la Mujer Barbuda llegó el turno del Rey del África Occidental, número para el cual se apagaron casi todos los faroles, al tiempo que se prendía un potente reflector, que proyectaba fotos contra una pantalla. La súbita oscuridad había puesto a Lars más apasionado que nunca.
¿Me permite que la acompañe a su casa, Sra. Suker?
¿Ahora? Ni siquiera termina la función.
Era un buen chico, aunque ya se estaba poniendo algo empalagoso.
Tengo mi carruaje afuera. Si Usted quiere…
Será mejor que te calmes, le dijo Irena. No está bien que demos un espectáculo.
Pero… yo…
¡A callar!
Lars aún no lo sabía, pero esa era la última noche que salían juntos, él e Irena. Era lo que Irena había arreglado con el Viejo Johansson, el padre de Lars, cuando el viejo fue a verla a su taberna, la noche anterior.
Señora Suker, necesito hablar con Usted, dijo el Gringo del aserradero, con su fuerte acento danés. Era la primera vez que pisaba el Salón Adriático, hasta donde ella recordaba.
Tomé asiento, Señor Johansson. Ya estamos por cerrar, pero aún puedo servirle una copa.
No he venido aquí a beber, dijo el Viejo. He venido a pedirle que deje en paz a mi hijo.
Jeremy había terminado de expulsar a los últimos borrachos, los que estaban tan curados que no se podían ni tener en pie, y ahora comenzaba a poner los bancos y sillas patas para arriba encima de las mesas.
Tal vez debiera decirle que a su hijo que me deje en paz a mí, Sr. Johansson.
¡Ya se lo he dicho, y no me hace ni maldito caso!, dio un puñetazo sobre el mostrador el enérgico viejo. Irena sonrió, y en tono conciliador le dijo:
¿Por qué no toma asiento, Sr. Johansson? Tengo un schnapps de manzana que apuesto le va a gustar.
Tomó una de las botellas del escaparate y le sirvió un vasito.
Acaba de llegar al puerto esta misma mañana, directo de su país natal. Usted me dirá si es bueno o no.
El Viejo se dejó convencer. La verdad es que era una mujer cautivadora. Casi podía entender que, a pesar de la diferencia de edad, su hijo estuviera loco por esa mujer.
Es verdad, es muy bueno, admitió el Viejo.
Sonó la campana de la parroquia, anunciando el toque de queda. Al viejo no le importó. Era rico, podía pagar una multa.
Es mi hijo más pequeño, dijo, después del primer trago. Tal vez lo mimé demasiado. Su querida mamá, que en paz descanse…
El discurso iba para largo. No tardaron en aparecer un par de soldados, que vinieron a ver por qué aún había luz en el Salón Adriático.
Está bien, ya me voy, se puso de pie el Viejo.
Cogió su sombrero, que había dejado en un costado de la mesa. Al momento de darle la mano a Irena le dijo:
Estoy dispuesto a darle una compensación por sus molestias, Sra. Suker, si le dice a mi hijo que ya no quiere saber más nada con él.
¿Cómo se lo ocurre?, se llevó una mano al pecho Irena. ¿Acaso pretende comprarme?
Una MUY buena compensación, insistió el Viejo Johanssen.
Era un hombre alto, de rostro sanguíneo, con la panza gruesa como un tonel.
Y… sólo por curiosidad, dijo Irena, tras un momento de duda. ¿De cuánto estaríamos hablando, exactamente?
¡Fuerte ese aplauso para Sokoto, el Rey del África Occidental! ¡Fuerte esas palmas, señoras y señores!
El gigantesco africano hizo una reverencia y salió de la pista. La pantalla donde se proyectaban las fotografías fue retirada, los asistentes fueron encendiendo los faroles otra vez.
Maldita golfa, murmuró Irena, cuando, al otro lado de la pista, vio a la Srta. Judith Braunstein, viuda de Papanópulos, charlando animadamente con Bernardo.
¿Cómo dice?, preguntó Lars.
Nada. Olvídalo…
Irena terminó aceptando la oferta del viejo Johansson, que era demasiado generosa para decirle que no.
¡Vaya!, exclamó Irena, cuando lo vio sacar el fajo de billetes del interior del bolsillo de su chaqueta.
Habrá otro igual a este, para cuando ya haya terminado definitivamente con él, dijo el Viejo Johansson. Es un muchacho joven, se repondrá…
Sí, eso pienso yo también, dijo Irena, que ni lerda ni perezosa tomó el dinero y en menos de lo que se dice lo hizo desaparecer dentro de su corpiño. De todos modos, el muchachito ya le estaba resultando un poco latoso.
Se hará como Usted dice, Sr. Johansson, dijo Irena. Se lo diré mañana, luego de que la función del Circo. Ya me ha invitado, ¿sabe? No puedo decirle que no...
Irena no quiso decirle que en realidad quería que la viera Bernardo. Esa iba a ser su venganza, pasearse con otro tipo delante de sus narices.
Sí, la comprendo, dijo el Viejo Johansson. Pero, después de la función…
Delo por hecho, dijo Irena, que tomándolo del brazo lo acompañó hasta la salida. Jeremy se apuró a abrir la puerta, y se hizo a un lado para dejarlo pasar.
Mire Usted, qué hermosa luna… No tendrá problemas para hallar el camino otra vez hacia su casa.
Sí, Señora Suker. Así es.
Jeremy desató su caballo del palenque y se lo acercó: un percherón negro con una montura que daba gusto.
Adiós, Sr. Johansson, dijo Irena, quien, como si no pudiera resistirse, se puso en puntillas y le plantó al Viejo un beso donde terminaba el bigote, en la misma comisura de la boca.
Ahora puedo ver de dónde sacó Lars esos ojos irresistibles, exclamó, y antes de que el Viejo pudiera devolverle el beso, lo soltó y entró corriendo a la taberna otra vez.
¡Y ahora, como broche de oro de esta espectacular velada, Señoras y Señores, hará su debut en Punta Arenas el magnífico Bismarck! ¡Un aplauso, por favor!
Media docena de tramoyistas empujaban el carromato sobre el que estaba montada la jaula con Bismarck, un león de dimensiones gigantescas, que ya antes de aparecer emitió un rugido que heló la sangre a la mayor parte de los espectadores.
Entró otra vez Míster Antonio, vestido esta vez de domador, acompañado de nuevo por la Bella Naná.
GRRRRROOOAAAARRRR… Volvió a rugir Bismarck.
Ay, Doménico. Tengo miedo… dijo Lalita. Mejor vayámonos.
Non preocupare, amore mío, dijo Chicho.
No era la única que parecía asustada. Muchos dudaban que alguien tan pequeño como Míster Antonio, por más decidido que fuera, pudiera contener a semejante fiera, una vez que le abrieran la jaula.
El Mayor García Lacroix, Gobernador Militar de la Región, había dejado un momento su asiento en la primera fila, para ese momento. Estaba del lado de afuera de la carpa, hablando con su hombre de confianza, el Sargento Valeriano Aranda.
¿Y, qué me dice?
Creo que podemos proceder sin problemas, Mayor. La Sra. Suker está aquí, y el indio que hace de portero ha salido hace un momento, a visitar a una querida que tiene en el pueblo.
Bien, dijo el Mayor García Lacroix, que le había pedido que entrara al Salón Adriático por la puerta de atrás, con tan sólo un par de soldados. No se trataba de una requisa oficial. Nadie había hecho ninguna denuncia y, los soldados no tenían ningún justificativo legal para entrar a un domicilio particular; aun así, todo indicaba que la anciana madre de Irena había muerto, y su hija había ocultado el cadáver para evitar ser deportada de la Colonia. Varios indicios parecían afirmarlo: hacía meses que nadie veía a la anciana salir de su habitación, y cada vez que los parroquianos del Salón Adriático la escuchaban llamar a los gritos a su hija: ¡Irena! ¡Irenaaaaa…!, daba la casualidad que el indio Jeremy justo había salido, tal vez para dar la vuelta hasta su pieza e imitar su voz.
Esta mujer ya nos ha tomado el pelo demasiado tiempo, Sargento. Es hora de poner las cosas en orden.
Sí, Mayor.
Si la anciana no se encuentra en el domicilio, procederé de inmediato con los trámites para su expulsión.
Sí, Mayor, dijo el Sargento Aranda, que se cuadró e hizo una venia antes de salir. El Mayor caminó otra vez dentro del circo, en el que se escuchaba el restallar el látigo y el rugido del León.
¡Ay!
Varias personas ya salían de la carpa, aún antes de que terminara el número. Un hombre se chocó con él, en el apuro.
Esto se está poniendo feo. ¡Yo me largo de aquí!, escuchó el Mayor que alguien decía. Volvió a sonar el chasquido del látigo, antes de que se escuchara un grito desgarrador.
Aaaaaaaay…
El Mayor García Lacroix exclamó:
¿Qué diablos sucede aquí?
© Emilio Di Tata Roitberg, 2020.