Le hizo mal verlo de nuevo. Era una mujer casada, tenía que quitarlo de sus pensamientos para siempre.
Buenas noches, don Bernardo…, dijo Lalita, con voz desmayada, cuando se topó con él en la entrada del circo. Buenas
noches, Señora Pietralacqua, hizo una pequeña inclinación frente a ella
Bernardo, y otra delante de su marido, que la llevaba del brazo.
Señor Pietralacqua…
Buonanotte,
Signore… respondió el Sastre Napolitano, con toda la frialdad del
mundo. Sabía que su esposa había trabajado con ese sujeto, en aquella
taberna de mala muerte. Bajo sus órdenes, mejor dicho. ¿Es que acaso…?
¡Vayan pasando a la carpa, damas y caballeros! ¡La función está por comenzar!
La gente que entraba se los llevaba por delante.
Con il sou permeso, se tocó la visera del quepi don Chicho, y sin más trámite se alejó junto a su esposa, que en ningún momento volvió la vista atrás. No se atrevía. Ver otra vez allí a Bernardo, escuchar su voz, había removido las fibras más íntimas de su ser.
¿Su boleto, por favor?
El acomodador les indicó sus asientos, en la primera fila. Don Chicho había querido darle una sorpresa a su esposa. Aún con lo que dolía desprenderse de sus pesos y centavos, había comprado las ubicaciones más caras. Quería para ella lo mejor. Que tuviera un momento de alegría, después los ratos tristes que había pasado.
Acquí, amore mío, le acomodó la silla y la ayudó a sentarse don Chicho, ignorando la presencia del acomodador, que se había quedado ahí parado, con la vana esperanza de recibir una propina.
Que disfruten del espectáculo, dijo éste al fin, cuando vio que el italiano no amagaba tirarle un cobre.
Ti piace cuesto lugare, cara mía?
Sí, Doménico, dijo Lalita, que para entonces ya había empezado a entender el extraño idioma que hablaba su marido. Es muy lindo…
Lo mejore para Osté, la tomó de la mano don Chicho, que ahora se daba cuenta de que había cometido un error, eligiendo la fila del frente.
Todos los que iban llegando podían verlos. Seguramente pensaban “¡Pobre niña, obligada a casarse con ese viejo cruel y tacaño!”
***
No era lo que Lalita sentía. Es verdad que, antes de su matrimonio (decidido y llevado a cabo en menos de una semana, sin consultárselo a ella para nada) sólo había visto a don Chicho un par de veces, en la taberna o en la calle: un señor que podría ser su padre, casi casi su abuelo. Era uno de los ricos del pueblo, a quien su madre cada tanto le lavaba las sábanas en el río, a cambio de unas pocas monedas. La idea de que alguien así se convirtiera en su marido, en aquellos tiempos, le habría parecido descabellada.
Amore mío, stá despierta?
El corazón de Lalita había empezado a latir el día que conoció Bernardo. Era él el que Lalita había soñado que sería su esposo. No pudo ser. Bernardo había sido muy bueno con ella, pero amaba a otra.
Sí, Doménico…
Lalita se incorporaba en el lecho, tapándose con el edredón. Aunque acababan de pasar la noche juntos, compartiendo el fuego de los primeros meses del matrimonio, le daba vergüenza que su marido la viera en camisón, a plena luz del día.
¿Tiene hambre, mia carina?
Vaya que había cambiado la vida de la muchacha, desde que estaba casada. Ya no tenía que levantarse al amanecer, en una choza llena de agujeros, y cargar una carretilla con ropa sucia hasta el río, con una helada que partía las piedras, como hacía cuando vivía con su madre.
Sí, Doménico, sonreía Lalita. Un poco…
O fregar los pisos, y pelar un cubo entero de papas, entro otras duras faenas, como hacía cuando trabajaba en la taberna de Irena: vaciar las escupideras, limpiar el piso de la letrina, esquivar los manotazos en el trasero que le tiraban los borrachos…
Non preocupare, amore mío, decía don Chicho. ¡Calisto!
Y entonces aparecía Calixto, el aprendiz de la sastrería, que además era mucamo, mandadero y criado para todo servicio.
Buenos días tenga Usted, doña Eduardita Francisca, se quitaba la gorra y hacía una pequeña reverencia frente a ella el muchacho. ¿Qué le gustaría desayunar esta mañana?
El médico le había prescripto una dieta bien surtida: pan con manteca, leche recién ordeñada, huevos... Más ahora, que esperaba un bebé.
¿Está bien así, doña Eduardita Francisca?
A veces le traía el desayuno a la cama, en una bandeja con patitas desplegables; otras, se lo servía en la mesa de la cocina, algo que Lalita prefería. Después de todo, no estaba enferma.
Sí, Calixto. Muchas gracias. ¿Y tú? ¿Ya has comido?
Yo…
La sastrería ya estaba abierta, a esa hora. A veces, mientras hablaban, se escuchaba la campanita de la puerta.
Buen día…
Calixto dejaba lo que estaba haciendo y corría a atender.
Buenos días tenga Usted, caballero.
Si el cliente era alguien importante, era el propio don Chicho el que lo recibía.
Bonggiorno, Signore Johansson, tanto gusto de vederlo por acquí…
Eso, si es que estaba en la sastrería, porque últimamente salía, buena parte de la mañana; se había metido en el negocio de la compra de un campo para la cría de ovejas. Era la inversión del momento. Aún en medio de la crisis económica, el precio de la lana no dejaba de subir.
La tendré como a un principessa, amore mío. Le compreré tutto lo que Osté quiera…
Por favor, Doménico, no me compre más cosas. No se ponga en gasto, ya tengo más que suficiente…
Decía la verdad. Se estaba tan bien, por allí, por las mañanas. Calentita, puertas adentro.
Déjame lavar la vajilla a mí, Calixto.
Cómo se le ocurre, doña Eduardita Francisca. Si don Chicho la ve…
¡No me verá!
Quería darle una mano, pobre muchacho. Trabajaba demasiado. Desde la mañana se escuchaba su máquina de coser, repasando las costuras.
Taca-taca-taca…
Por las noches, cuando se iban a dormir, ahí seguía Calixto, a la luz de un candil.
Doménico, por favor. Déjelo que descanse un poco…
Bah, non si lascia engañare por cuesto farabuto, amore mío, le decía don Chicho. ¡Si lo conosciese como ío!
Disculpe señora, no puede pasar, se escuchó la voz desmayada de Calixto.
¿Qué pasa? ¿Acaso no puedo ver a mi hija?
Flora se quedaba de guardia en la calle, por lo visto, esperando a que saliera su yerno para venir a importunarla.
¡Ja! ¡La hora que es y recién te levantas!
Buenos días tenga Usted, madre… se ponía de pie para recibirla Lalita, tratando de disimular el poco entusiasmo que aquella visita le causaba.
Necesito que me prestes algo de dinero, dijo su madre, que apestaba a humo y a aguardiente barato. ¡No tengo ni para comer!
¿Cómo?
¡Lo que oíste!
Flora levantó la taza de café con leche que su hija estaba tomando, la olió, hizo un gesto de asco.
¿Acaso bromea? ¿Qué hizo con todo el dinero que Doménico le dio?
Era el precio que don Chicho pagó por Lalita, cuando fue a pedir su mano.
¿Ya lo ha gastado todo, madre? ¡No es posible!
¡Quién diablos eres tú para pedirme cuentas, mocosa culicagáa!
Flora levantó el brazo para pegarle, como había hecho siempre, desde que su hija tenía uso de razón.
Madre, yo no puedo tocar el dinero de la caja sin permiso de mi marido.
¡Dame algo! ¡Un peso, lo que sea! ¡Moriré de desesperación, si no lo haces! ¡Me tiraré de cabeza al río!
Con su permiso, Señora Flora, se interpuso respetuosamente Calixto, y depositó en la mano de la Lavandera, llena de sabañones y carcomida por la lejía, una moneda de veinticinco centavos. Suficientes para tomarse un par de copas de guachacay en la taberna.
¿Ves? Así es como se hace. Gracias, muchacho… ¿Cómo es tu nombre? Bueno, qué diablos me importa, dijo Flora, que ya había obtenido lo que quería, y ahora caminaba hacia la salida, cruzando la sastrería.
Oye, mira qué buena tijera. Me la podrías regalar.
¿Cómo se le ocurre, madre?, se la sacó de la mano Lalita, con toda la delicadeza posible. Es una herramienta de trabajo de mi marido…
¡Ja!, se rio Flora. ¡Ahora, que estás entre los ricos, hablas como uno de ellos!
***
Taca-taca-taca…
Calixto siguió con su trabajo, una vez que la borrachina de la Lavandera se hubo ido. De reojo miraba a Lalita, que se había quedado triste. ¿Qué podía decir, para alegrarla?
En el jardín, el cachorro se había puesto a ladrar, reclamando la presencia de su dueña. Lalita le abrió la puerta, lo dejó entrar.
¡Hola, Chichito!, sonrió la muchacha. ¿Cómo has pasado la noche? ¿Bien? ¿Has dormido bien?
¡Guau, guau!, se encaró con Calixto el perro, quien, al igual que el don Chicho original, no perdía oportunidad de atormentar al sufrido Aprendiz.
Sal, sal de aquí, perrito, trataba de quitárselo de encima Calixto.
Oh, no le tengas miedo, dijo Lalita. No te hará daño, sólo quiere jugar. ¡Chichito, no muerdas a Calixto! ¡Calixto es bueno!
Lalita fue a la caja y sacó una moneda del mismo valor que la que Calixto le había dado a su madre.
Aquí tienes, Calixto.
Gracias, doña Eduardita Francisca. No es necesario, yo…
Calixto no supo qué más decir. Tenía ganas de gritarle: ¡no necesito diez centavos, Lalita! ¡Tengo una fortuna escondida, miles y miles de pesos, para escaparme de aquí con Usted!
¡Guau, guau!, seguía ladrándole Chichito, que por algún extraño motivo le había tomado ojeriza al sufrido aprendiz.
¡Chichito! ¡Basta ya!, dijo Lalita.
Con su permiso, doña Eduardita Francisca. Debo salir un momento. Iré a tomar las medidas a un cliente…
Está bien, Calixto, dijo Lalita. No te preocupes, yo cuidaré la tienda. Yo y Chichito... ¿Verdad, Chichito? ¿Cuidarás la tienda conmigo, hasta que venga Don Chicho?
¡Guau, guau!
***
¡Ja, ja, ja…!, se echó a reír el Gordo Aloys, que ocupaba la mesa de siempre en El Diluvio. Calixto se sentó frente a él. No daba más.
¡Patron! ¡Una ginebra!
Tienes un aspecto deplorable, muchacho, dijo el Gordo, no hace falta que te lo diga.
Sólo había un par de clientes más en el boliche. Unos jugaban a las cartas, otros dormían. El criado pasaba por el entablado un estropajo empapado en agua con creosota. El patrón se acercó con su pedido.
Escucha, dijo el Gordo Aloys, en voz baja, cuando, el patrón se hubo ido. Yo sé cómo puedes terminar con tus problemas, si no fueras tan cobarde.
Calixto lo miró, con los ojos llorosos, tras haber bebido de un trago su vaso.
Conozco a un sujeto que puede hacerte un permiso de salida de este maldito pueblo. Un documento tan bueno como el original, y con el sello de la Gobernación.
Era la única forma de salir de Punta Arenas, en aquellos tiempos. El pueblo aún era oficialmente una colonia penal, rodeada por dos océanos y por un desierto infranqueable, poblado de nativos salvajes. La única vía de escape era subirse a uno de los paquebotes que navegaban hacia el Norte, pero antes de embarcar había que pasar sí o sí por una revisión en la Capitanía del Puerto.
Sólo te cobrará veinte pesos, dijo el Gordo Aloys, que en realidad lo conseguía por cinco, y se quedaba con quince de comisión.
¡Veinte pesos!, exclamó el Aprendiz.
¿Y qué? Eso no es nada, con tal de librarte de ese viejo explotador, dijo el Gordo, que en ese momento desarmaba una cerradura vieja con una pinza y un destornillador. Sus dedos grandes y fofos como chorizos hervidos manejaban con asombrosa naturalidad esos mecanismos tan pequeños.
No tengo tanto dinero, dijo Calixto.
Sí lo tienes, y mucho más, sonrió el Gordo Aloys. ¿A quién quieres engañar?
¡Shhh!, se alarmó el muchacho, mirando a los costados. Si alguien llegaba a enterarse, y le iba con el cuento a Don Chicho…
¿Y? ¿Cómo va el italiano con su nueva mujer?, preguntó otro de los clientes. ¿Acaso ha podido erizar el mástil?
¡Qué va a poder!, se rió Calixto. ¡No puede hacerlo, es demasiado viejo!
¡Ja, ja, ja…!
Calixto gustaba de difamar a su patrón, cada vez que tenía la oportunidad. Lo odiaba desde siempre, y desde que estaba con Lalita, lo odiaba aún más. Era una tortura para el Aprendiz escuchar cada noche, con toda claridad, como ese viejo repugnate se refocilaba con la mujer que él amaba, sentir a Lalita gimiendo como un gato en celo: Ay, Doménico, Ay, Don Chicho, así, así, un poco más…
Escucha, dijo en voz baja el Gordo Aloys, una vez que el momento de la chacota hubo pasado. He oído que tu patrón cerrará el negocio de la finca esta misma semana, si es que ya no lo ha hecho. Si quieres largarte con sus ahorros, deberás decidirte hoy mismo.
¿Hoy?, tragó saliva Calixto.
Así es, dijo el cerrajero alsaciano, que también odiaba a Don Chicho, aunque por diferentes motivos. Él también había llegado a Punta Arenas diez años atrás, por la misma época que don Chicho, sólo que, mientras el sastre italiano había logrado abrir su propia tienda en la Calle Principal, y estaba por comprarse un campo, y se había casado con una esposa joven y bonita, él, el Gordo Aloys, atendía a sus clientes en la mesa de una taberna, dormía en un cuarto alquilado y sólo tenía por compañía a su sombra. ¿Es que acaso era justo? Ni por un momento se le ocurría considerar que don Chicho había trabajado como burro todos esos años, y había ahorrado peso sobre peso, privándose hasta de lo indispensable, mientras él sólo trabajaba de sus llaves y cerraduras de manera esporádica, trampeando a sus clientes cada vez que podía, y gastándose el poco dinero que ganaba en la mesa de naipes, en alcohol y prostitutas.
Deberás hacerlo hoy mismo, muchacho, dijo el Gordo. Si no, perderás para siempre tu oportunidad.
***
En algo llevaba razón el sabandija del Gordo Aloys, y era que Don Chicho ya estaba a punto de cerrar el trato en el que venía trabajando desde hacía un par de semanas, junto a su vecino Herr Hoffmann y a un ganadero escocés de las Falklands. Esa misma tarde irían a firmar los papeles y a depositar en el dinero en la oficina del notario.
¡Buen día, don Chicho!, lo saludaba la gente por la calle. ¿Así que se nos hace ganadero, ahora?
Todo el pueblo estaba enterado, para entonces.
Le deseo mucha suerte. Se la merece.
Grazie, tante grazie…
Por supuesto, se trataba de una parcela más bien pequeña, para lo que era esa zona. Los lotes más extensos estaban reservados para los ricachones de siempre: el Vasco Mendieta, la Srta. Braunstein, el nortino Martínez Martínez, Johansson e hijo, el Dr. O’Reilly… Aún así, el negocio de lana era muy prometedor, y la compañía de la que formaba parte don Chicho podía ir incorporando nuevas parcelas, a medida que la civilización se siguiera extendiendo sobre el territorio de los salvajes.
¡Don Chicho, que gusto verlo!, le abrió la puerta su vecina, Frau Hoffmann. Pase, pase… Mi marido está echándose una siesta, antes de ir al notario. Pase de todos modos, tomaremos un té.
Era una venerable anciana, de pelo blanco y mirada dulce, que trataba a don Chicho como un muchacho, aunque ya había cumplido los cincuenta largos.
¿Qué le sucede, querido don Chicho? Lo noto preocupado.
Don Chicho suspiró.
Veramente, Signora, le dijo. Sonno un pò priocupato…
No tenía motivos, para estarlo, en realidad. Por primera vez en su vida se sentía completo, feliz. Más ahora, que iba a ser papá…
¿Es por ese negocio que están por cerrar con mi marido? No debe inquietarse por eso, don Chicho, seguro saldrá muy bien.
No, Signora Hoffmann… La verità è…
Podía sincerarse con ella. Era una mujer con experiencia, que además lo apreciaba.
È la mía moglie, la Edoardita Franchesca…
¡Una niña encantadora!, exclamó su vecina. ¿Es que acaso discutieron?
No, no…, se apresuró a decir don Chicho. Lalita è la giovanne más buona dil mondo. Pero ío…
Después de un momento de vacilación, don Chicho le contó el motivo de sus cuitas, y era que, a pesar de su apariencia tranquila, los celos lo carcomían. Sabía que su joven y bella esposa, aunque fiel y virtuosa, era codiciada por muchos hombres en el pueblo. ¿Qué pasaba si un día ella se enamoraba de un hombre más guapo y más joven que él? Cada vez que un cliente entraba a la sastrería él se apuraba a atenderlo, para sacárselo de encima lo antes posible. Lo atormentaba que viera a su mujer, que le hablara, aún en los términos más correctos. Disimulaba, por supuesto. Sabía que mostrarse celoso sólo haría que disminuyera la estima que sentía por él su mujer. Aun así…
Si me permite que se lo diga, don Chicho, lo interrumpió su vecina, yo no me preocuparía por los hombres de afuera, sino del que vive en su propia casa.
Cosa diche, cara Signora?
Jamás se había preocupado, en ese aspecto, por el inútil de Calixto. No era más que un sujeto débil, insignificante. Ni siquiera estaba seguro de que le gustaran las mujeres. No era más que un farfallone…
No creo, querido don Chicho, dijo Frau Hoffmann. No crea. Cualquiera puede darse cuenta de la manera en que mira a su esposa. Se le nota la codicia en los ojos, a ese muchacho. El ansia viva.
***
Era el momento oportuno, pensó Calixto. Era ahora o nunca. Don Chicho había salido, Lalita había salido a jugar con el perro en el fondo del terreno, arrojaba una pelota de goma y hacía que la fuera a buscar.
¡Así, Chichito! ¡Muy bien!
Calixto puso el pasador en la puerta de la sastrería, para que nadie entrara a importunarlo, y corrió a sacar la llave de atrás de la cocina a leña, del escondite que sólo él conocía.
Ay, ay, sopló los dedos, al agarrarla, casi estaba al rojo vivo.
Era la copia de la llave de la despensa que le había hecho el Gordo Aloys, la que Calixto había pensado usar para acceder a los quesos que guardaba don Chicho, a los embutidos y los deliciosos panes, de los cuales su patrón sólo le convidaba las migas y las cáscaras. Pero había encontrado mucho más que eso, por supuesto…
¡Así, Chichito! ¡Ve otra vez!
Lalita seguía tonteando con el perro en el fondo. Calixto mojó la llave y la aplicó en la cerradura, que se abrió con un delicioso sonido metálico. Entró en puntillas, a pesar de que estaba solo. Pero no fue a la alacena, en la que su patrón guardaba los alimentos. Se arrodilló en un rincón del pequeño recinto y buscó la tabla floja en el piso. Ya se conocía de memoria aquel lugar.
¡Corre, Chichito! ¡Otra vez!
Diablos, la tabla ya no estaba floja, estaba bien clavada en el piso. El corazón le dio un vuelco, al sufrido aprendiz. ¿Será posible que don Chicho ya hubiera retirado la media con sus ahorros? ¡El gordo Aloys tenía razón! ¡Esperó demasiado!
Calixto salió de la despensa, rebuscó en el cajón de las herramientas. Tenía que despegar esa tabla y ver si el dinero seguía ahí. Al fin encontró lo que buscaba, una barreta sacaclavos. Sacaré el dinero hoy mismo, se prometió. No los veinte pesos para el Gordo Aloys: sacaré todo. Y por la noche, cuando don Chicho esté durmiendo, se la hundiré en la cabeza, todas las veces que haga falta.
***
Don Chicho no se atrevió a contradecir a su vecina, aunque no llegó ni por un minuto a pensar que tuviera razón. Era imposible que una mujer como Lalita, una hembra de verdad, pudiera siquiera fijarse en ese esperpento.
Non è vero. Non è possíbile…
Sin embargo, la preocupación lo iba ganando, a medida que se acercaba a su casa.
Má… cosa suchede?
Le extrañó encontrar la puerta de la sastrería cerrada. Ni siquiera eran las doce del mediodía. ¿Es que acaso el gandul de Calixto había aprovechado su ausencia para echarse una siesta? O, peor aún…
No, no podía ser posible.
Don Chicho dio la vuelta a la casa, y entró por la puerta de atrás, la que daba a la cocina. Subió los escalones sin hacer ruido, en puntillas. El silencio era total, allí adentro. No se veía por ningún lado a Calixto, no se veía por ningún lado a su mujer…
Madonna mía…
Don Chicho tenía la boca seca como felpa. El corazón le latía cada vez con más violencia. Se acercó a la puerta de su dormitorio que estaba entreabierta. Con el alma en un hilo don Chicho la empujó, apenas, con la punta de los dedos. Los goznes estaban bien aceitados, la puerta se abrió muy despacio, de par en par.
Ay… se llevó una mano al pecho el noble sastre italiano, al ver que no había nadie allí. La pieza estaba vacía, la cama perfectamente estirada.
Madonna santa, estuvo a punto de murmurar, cuando sintió un chirrido a sus espaldas.
***
Lalita se había adormecido, don el perrito en sus brazos, en el banco de madera que don Chicho había colocado en el fondo del terreno, al otro lado del huerto. Fue Chichito el que la despertó, cuando estiró la cabeza, de golpe, al escuchar algo que ella no llegaba a oír.
¡Guau!
Chichito saltó de sus brazos y corrió hacia la casa. Se detuvo al llegar a la puerta, pues no podía entrar.
¿Chichito?
Lalita se puso de pie y caminó por el sendero. Ahora sí, se escuchaban bien clarito las voces y los gritos. Lalita corrió, alarmada, entró a la cocina.
¿Calixto?
No había visto a su marido llegar. Le sorprendió escucharlo gritar:
Mascalzone! Figlio da putana!
Se asomó a la despensa, en la que se desarrollaba una escena impensada.
El piso estaba cubierto de dinero, de billetes varias denominaciones, desparramados, de monedas que debían ser de oro y de plata. Don Chicho estaba de espaldas a ella, con los pantalones caídos, y era porque se había sacado el cinturón.
No, Don Chicho… Dn Chich…
Cretino! Farabuto!
El mismo cinturón que ahora usaba para ahorcar a Calixto, que se debatía en el suelo, estirando las piernas y los brazos, sin lograr desprenderser.
Ti ammazzo! Ti ammazzo…!
Los ojos se le habían puesto en blanco, al humilde aprendiz. Las venas de la sien se le habían hinchado, como a punto de estallar.
¡Doménico!, se lanzó sobre él su esposa. ¡Por favor! ¡Deténgase!
¡Guau, guau!, ladraba Chichito, que aprovechaba para morder a Calixto en uno de los tobillos, hundiendo sus afilados dientecillos todo lo que era capaz.
¡Doménico! ¡Doménico! ¡No lo haga, por favor!
La llegada de su esposa fue providencial. De otro modo, el Noble Sastre Italiano lo hubiera matado sin remedio, y hubiera terminado en la cárcel.
Fuora de acquí, farfallone!
A patadas y puñetazos lo condujo hasta la puerta del frente. La campanita sonó, cuando Calixto fue a dar con sus huesos en el duro empedrado de la Calle Principal.
Calixto fue incapaz de incorporarse. Trató de hacerlo, pero las piernas no lo sostenían. Tenía el rostro rojo como un pimiento, y el pelo revuelto. Un carro que venía del lado del puerto estuvo a punto de pasarle por arriba. Vomitó.
Va via, farfallone!, gritó don Chicho. Non ti voglio ver por aqcuí nunca más!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2020, 2024.
A continuación...
CAPÍTULO 89: UNA MUJER CAUTIVANTE
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