
El Subteniente era joven y hacía poco que estaba en Puerto Natales, no conocía a todos los lagartones del pueblo. Fue el Cabo de Guardia el que se acercó y le dijo: Este viejo no sabe arreglar ni una güevá, tiene un desarmadero nomás. Le llevan los autos robáos pa que los desguace y vendan las partes… El Cabo ni se molestó en hablar en voz baja, no le importaba que el Mecánico lo escuche. Oiga, ió no quiero cuestiones, dijo el Mecánico, quiero que ustede váian y se iéven esos dos fináos de mi taller, pos.
Vamos para allá, dijo el Subteniente, descolgando su gorra reglamentaria del gancho. Ustedes dos, vengan conmigo. ¡Pero…!, protestaron los agentes Aguayo y Sepúlveda, que ya habían terminado su turno y querían irse de una vez. ¡Vamos, rápido!
Vamos para allá, dijo el Subteniente, descolgando su gorra reglamentaria del gancho. Ustedes dos, vengan conmigo. ¡Pero…!, protestaron los agentes Aguayo y Sepúlveda, que ya habían terminado su turno y querían irse de una vez. ¡Vamos, rápido!
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Era un auto enorme, pesado, de la época en que el petroleo estaba regalado y los fabricantes no escatimaban en hierro ni en chapa. Fue necesario que la Gorda Yolanda empujara con alma y vida para poder sacarlo ella sola del galpón y llevarlo hasta la salida. Tenía que recorrer unos veinte metros, al menos, por un terreno irregular, hasta llegar a la calle y largarlo por la pendiente. El perro del mecánico la seguía, agachando la cabeza y moviendo la cola amistosamente. ¡Puf! Yolanda empujaba y empujaba, con la puerta del conductor abierta y una mano en el volante. Una cabra de pupilas amarillas, atada cerca de la bomba de agua, la observaba sin dejar de masticar. Las gallinas que picoteaban entre los restos de autos viejos la miraban de perfil. Un poco más, un poco más…
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Subieron los cuatro al jeep verde y blanco, que en la puerta tenía pintado el lema de la institución: ORDEN Y PATRIA. Aguayo y Sepúlveda iban adelante, Von Kreutzenberg y el borrachín del Mecánico atrás. ¿Pongo la sirena, Suteniente? No, dijo el Subteniente, tampoco hay que exagerar. Eran poco más de las cuatro de la tarde, la hora en que, a esas latitudes y por esas fechas, ya empieza a oscurecer. La temperatura había descendido abruptamente, y la llovizna que caía desde hacía un par de horas se había transformado en una nevisca que lastimaba la cara. Aun así, los carabineros se vieron obligados a abrir un poco las ventanillas, debido al olor que emanaba del Mecánico. ¡Pucha que está hediondo, este viejujo!, exclamó Sepúlveda. Lo que usted no aclaró hasta ahora es quién le dejó el auto en taller, preguntó el Subteniente. ¿Los propios muertos vinieron conduciendo? No, dijo el Mecánico. ¿Entonces? No sé, ió justo me juí a ver a mi comadre a la otra cuadra, y cuando volví… Está mintiendo, dijo el carabinero Aguayo, se nota que miente. Y Sepúlveda, que era el que conducía, dijo Nos está tomando pal chuleteo, pues teniente... El Subteniente Von Kreutzenberg no dijo nada, pero miró al Mecánico de tal forma que éste deseó no haber venido a la comisaría a denunciar nada, no haberle recibido el Chevrolet a los leñadores, no haber nacido.
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A falta de un perro agresivo, el que se encargó de hostigar a Yolanda fue el gallo del Mecánico: un bicho enorme, de plumas tornasoladas, que la venía carpeteando desde que entró, y al menor descuido se le prendió con los espolones y la entró a picotear. ¡Salí! ¡Salí, carajo!, dijo la Gorda, tratando de desprendérselo de la pierna, sin dejar de empujar. Debía ser un gallo de riña, el desgraciado, por lo duro que picaba. ¡Salí, ta que te parió! Yolanda alcanzó a colocarle un puñetazo en la cresta que lo soltó y lo lanzó hacía atrás, aunque sólo por un momento. El gallo sacudió la cabeza, extendió las alas y, después de rascar un par de veces la tierra con sus garras afiladas, volvió a atacar.
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Las dos o tres hectáreas en las que estaba la propiedad de Tyson eran una especie de oasis, la única parte de Bahía Mansa en la que el bosque nativo se venía salvando de la motosierra. Berni y la Polaca bajaron por un sendero abierto entre cóihues centenarios, de ramas extendidas como brazos. Un paisaje hermoso. Hubiera sido lindo disfrutar de un día de picnic en un lugar como ese, si las circunstancias hubiesen sido diferentes. Venir con una cesta con comida y una botella de vino, tirarse sobre el pasto… Polaca, yo… dijo Berni, que caminaba detrás de ella, tratando de no resbalar. Si llegamos a salir de esta… ¿Qué decís?, dijo Pola, sin dejar de caminar, sorteando árboles a izquierda y derecha, tratando de no rasparse la cara con las ramas. Digo, que si llegamos a salir de esta… ¿De qué estás hablando, Palomo? ¿Salir de qué? No nos pongamos derrotistas. Caminá, dale.
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Sacando fuerzas de donde no tenía, la Gorda dio un último empujón al auto y lo tiró por la bajada. Era una calle en pendiente, en la parte alta del pueblo. El Chevrolet 46 que le habían requisado al Dr. Salazar Rivero pronto tomó velocidad. Yolanda apretó y soltó el acelerador un par de veces, para accionar la bomba, puso segunda y soltó el embrague. Paf, paf, paf, hizo el auto, pero no alcanzó a arrancar. Aún quedaban unas cuantas cuadras de bajada, antes de llegar al mar. Estaban en un barrio humilde, de casillas de madera y chapas de cartón que a duras penas resistían los embates del viento austral. Desde algunas ventanas se asomaron a mirar. Vamos, caracho, murmuró Yoli, bombeando nuevamente. Volvió a meter el cambio y probó. Paf, paf, paf… el viejo Chevrolet perdió algo de impulso, frenado por la caja de cambios, tosió de nuevo paf, paf, paf, hasta que finalmente... ¡Brrrrrrrrrrrrmmmmm!, ronroneó el motor, cuando el combustible alcanzó el carburador y puso los pistones a funcionar. ¡Vamos todavía!, dijo Yoli, dando un palmazo contra el volante. La alegría le duró poco. Por la misma calle, unos doscientos metros más abajo, venía subiendo un jeep verde y blanco de Carabineros. La Gorda pegó un volantazo y dobló por una calle lateral, sin acelerar demasiado, para no levantar sospechas. Se quedó mirando por el espejo retrovisor, le volvió el alma al cuerpo al ver que el jeep pasaba por la esquina y seguía de largo.
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Ya era casi de noche. Un perro flaco como alambre se acercó moviendo el rabo. Se paró en dos patas e intentó pasarle la lengua por la cara al Subteniente Von Kreutzenberg, que fue el primero que bajó. ¡Quítate, pues!, exclamó el Subteniente, tratando de evitar que le ensuciara el uniforme. ¡Oye!, exclamó el mecánico, cuando llegaron al galpón del fondo y vieron que el Chevrolet no estaba. ¿Qué significa esto?, dijo Von Kreutzenberg, que ya empezaba a sentir sobre sí las miradas irónicas de sus subordinados. Unas gallinas se acercaron a curiosear. Yo, yo… balbuceó el mecánico. ¡Se lo juro, estaba aquí!
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¿Qué fue lo que te dijo el cacique?, preguntó la Polaca. No es un cacique, en realidad, dijo Berni.
Ya casi llegaban al final del camino. El mar se veía cada vez más cerca, entre los troncos y el follaje. Bueno, lo que sea, dijo Pola, ¿qué arreglaron al final? Unos sobrinos suyos tienen un barco de pesca artesanal, dijo Berni, pueden tirar los cuerpos en los canales. Hay que dejarlos en el Cabo de los Lobos y ellos los pasan a buscar a eso de las cuatro de la mañana. ¿Y dónde es ese lugar? Acá cerca, a unos dos o tres kilómetros. ¿Les dijiste que nos robaron, que no tenemos la plata? No hay problema, les pagamos después. Bueno, entonces ya está todo resuelto, dijo Pola.
Sin embargo, cuál no sería su sorpresa al llegar a la ruta y ver que el auto no estaba. ¿Cómo?, dijo Pola, ¿No lo habíamos dejado acá?
Ya casi llegaban al final del camino. El mar se veía cada vez más cerca, entre los troncos y el follaje. Bueno, lo que sea, dijo Pola, ¿qué arreglaron al final? Unos sobrinos suyos tienen un barco de pesca artesanal, dijo Berni, pueden tirar los cuerpos en los canales. Hay que dejarlos en el Cabo de los Lobos y ellos los pasan a buscar a eso de las cuatro de la mañana. ¿Y dónde es ese lugar? Acá cerca, a unos dos o tres kilómetros. ¿Les dijiste que nos robaron, que no tenemos la plata? No hay problema, les pagamos después. Bueno, entonces ya está todo resuelto, dijo Pola.
Sin embargo, cuál no sería su sorpresa al llegar a la ruta y ver que el auto no estaba. ¿Cómo?, dijo Pola, ¿No lo habíamos dejado acá?
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En el piso del taller había una pequeña mancha, un poco más fresca, que apenas se distinguía entre la mugre circundante. El Subteniente sacó su linterna de bolsillo y la examinó. ¡Ahí! ¡Ahí está!, dijo el Mecánico, como para demostrar que su historia era cierta. Para confirmarlo, el perro se acercó y le pasó la lengua. ¡Salí, carajo! Su dueño lo apartó de una patada en las costillas que lo hizo chillar. Sepúlveda entró otra vez al taller, tiritando de frío. Se ven unas huellas en la entrada, dijo, y unas plumas, pero no se nota muy bien. Estaban aún hablando cuando llegó Aguayo. ¿Y?, le preguntó el Subteniente. Una vieja ahí enfrente dice que vio salir un auto, con un tipo que lo empujaba. ¿Cuándo? Reciencito nomás, no hace ni cinco minutos. ¡Vamos!, dijo el Subteniente Von Kreutzenberg, y señalando al Mecánico agregó: Usted se viene con nosotros. ¡Rápido, rápido!
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Hacía un frío de morirse, en Bahía Mansa, y ya empezaba a anochecer. ¡Alguien viene!, dijo el Palomo. En efecto, un vehículo venía dando la vuelta a la bahía, con los faros encendidos. No pudieron verlo con claridad hasta que estuvo cerca. ¿Dónde te habías metido, se puede saber?, preguntó la Polaca, cuando Yolanda se detuvo junto a ellos. Subieron. Al ver el gallo acogotado ahí en el piso, hecho un revoltijo de plumas, Pola dijo: ¿Y eso? ¿Ahora te dedicás al Umbanda? Ay, Pola, dijo Yolanda, no sabés las que pasé.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continuación...
CAPÍTULO 27: UNA BUENA RACIÓN DE PALOS
CAPÍTULO 27: UNA BUENA RACIÓN DE PALOS
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