Capítulo 25. Un policía ejemplar

No debió haber, en toda la historia de la Comisaría 22 de Puerto Natales, un carabinero más detestado que el Subteniente Pedro Almonacid von Kreutzenberg. Frío, autoritario, puntilloso a niveles exasperantes, el joven oficial capitalino había sabido ganarse, en el escaso medio año que llevaba en el destacamento, el odio de subalternos, pares y superiores por igual. 
Una antipatía que era retribuida por el propio Subteniente, que no se esforzaba en ocultar la poca alegría que le había causado su traslado a esa región del extremo sur del país, a esa ciudad portuaria con el mayor consumo de alcohol per cápita y la tasa de delincuencia más elevada de todo el territorio nacional. Un sitio rebosante de cabarets, prostíbulos y otros establecimientos contrarios a la moral y las buenas costumbres, un lugar donde el común de los ciudadanos sentía tan poco apego por la Ley y las propias autoridades parecían dispuestas a hacerla cumplir sólo de forma displicente y relajada. 
¿Está bien así, mi suteniente?, preguntó el agente Aguayo, en posición de firme, aún con el trapeador en la mano. Junto al agente Sepúlveda habían tenido que quedarse, los dos, después de finalizado su turno, cumpliendo tareas de aseo, por una supuesta falta disciplinaria que según el Subteniente habían cometido. 
Con las manos detrás de la espalda, sacando pecho (tal vez para compensar su escasa estatura) el Subteniente von Kreutzenberg recorrió el hall y la sala de espera de la comisaría, examinando cada baldosa con ojo de águila. No, dictaminó al fin. Repásenlo de nuevo. 
¡Qué! ¿Otra vez?, trataron de protestar Aguayo y Sepúlveda, pero la mirada de hielo del Subteniente los paró en seco. ¿Quieren quedarse cuatro horas más? No, mi Suteniente… Detrás del mostrador, el Cabo de Guardia meneaba la cabeza, sin atreverse a decir nada. Von Kreutzenberg les dio la espalda y se metió en el despacho del Capitán. Masticando bronca, humillados por la prepotencia de ese mequetrefe diez años más joven, los carabineros Aguayo y Sepúlveda retomaron sus tareas de limpieza.
Era una tarde gris y desapacible, como casi todas en Puerto Natales. Aún ahí adentro, con la estufa a pleno, el frío se hacía sentir. Serían poco menos de las cuatro cuando la puerta de calle se abrió, dejando entrar una corriente de aire polar. El Cabo de Guardia levantó la vista de su periódico y vio a un sujeto de unos 60 años, vestido con un mameluco de mecánico, que se quedó ahí parado en el umbral, sin decidirse a entrar. ¡Cierra la puerta, pues!, gritó el Cabo de Guardia. El sujeto obedeció y, no del todo decidido, dio un par de pasos, dejando las marcas de sus toscos zapatones. ¡Cuidado! ¡Límpiese los pies!, le señaló el trapo de piso extendido en la entrada el carabinero Aguayo. ¿Qué le pasa a ese viejujo?, preguntó el agente Sepúlveda, ¿está mamáo? Juntando coraje, el hombre de mameluco caminó hasta el mostrador y, retorciendo su gorro repetidas veces, balbuceó: Ve-vengo a… a denunciar u-un… ¿Un qué?, repitió en voz alta el Cabo de Guardia, ¿Un asesinato? El mecánico apestaba a grasa de auto, a sudor y alcohol de la peor calidad. 
U-uno no... Do-dos asesinatos, señor... 
Desalentado, el Cabo de Guardia miró el reloj en la pared. Faltaban sólo veinte minutos para terminar su turno, ya se veía redactando un informe hasta las diez de la noche. Tome asiento y espere, le dijo al recién llegado. ¿Qué? ¡Tome asiento y espere, caracho!
No le fue difícil, a la Gorda Yolanda, encontrar el lugar adonde habían llevado el Chevrolet. Una especie de taller mecánico, en la parte alta de la ciudad. No del lado elegante, donde estaban las antiguas mansiones, sino más bien en el linde opuesto. Un barrio de calles sin asfaltar, en el que se apilaban las casitas de madera y chapas de cartón. Cada una con su chimenea de latón, que expulsaba un hilo de humo que el viento no tardaba en disipar. ¡Hola!, gritó Yolanda. ¡Hola...!
No había portón, sino un hueco en la cerca de tablas cantoneras. Yolanda entró, con su bidón a cuestas, a lo que parecía un cementerio de autos: carcazas de distintos modelos, motores desarmados, piezas tiradas sin orden ni concierto sobre el pasto: bujes, rulemanes, neumáticos de distintas medidas, baterías de bornes sulfatados... ¡Hola! ¿Hay alguien?, voceó nuevamente la Gorda, y como respuesta recibió el cacareo de unas gallinas que picoteaban la tierra, entre el revoltijo de fierros oxidados. Un perro se acercó, menos mal que era manso; un perro flaco como alambre, con el pelo salpicado de aceite lubricante, que dio una vuelta alrededor de ella, moviendo la cola y le olfateó el bidón.
Al Subteniente Von Kreutzenberg le importaba poco y nada lo que pensaran de él, que los suboficiales murmuraran y que incluso el Capitán -un hombre bonachón, aunque algo débil de carácter- se sintiera intimidado en su presencia. En efecto, el viejo oficial, próximo a su retiro, se mostraba titubeante frente a ese jovencito fanático del orden y la disciplina, a quien no se atrevía a contradecir, quién sabe con qué conexiones contaba en la capital. 
¿Qué era tóa esa gritería ahí ajuera?, preguntó el Capitán, que estaba como siempre arrellanado en su sillón, detrás del escritorio. Nada, respondió el subteniente von Kreutzenberg. Un par subalternos que lo van a pensar muy bien la próxima vez, antes de insubordinarse.
Ya, no se lo tome tan a pecho, m’hijito…, dijo el viejo Capitán, tratando se mostrarse conciliador. Cuando ió iegué aquí, me acuerdo, en el año 51…
Al fondo del terreno, detrás de una pila de chatarra, se veía un pequeño galpón en falsa escuadra, con las puertas abiertas de par en par. Como era de suponer, adentro estaba ni más ni menos que el viejo Chevrolet del Dr. Salazar Rivero. ¡Hola!, volvió a gritar Yolanda. ¿No hay nadie? Una tetera hervía sobre la estufa a leña, con la tapa repiqueteante; sobre una tabla grasienta se veía un sándwich a medio comer. El lugar parecía haber sido abandonado hacía sólo un momento, a las apuradas, y al dar la vuelta al auto Yolanda comprendió por qué: la tapa del maletero estaba abierta. Sin perder un minuto, destapó el bidón con gasolina y glu-glu-glu-glú comenzó a llenar el tanque, sin dejar de mirar todo el tiempo hacia la entrada.
El Subteniente Von Kreutzenberg escuchó sin impacientarse las repetidas anécdotas del Capitán, con el respeto que se le debía a un superior en la escala jerárquica, aunque en su fuero interno no aprobaba sus conceptos. Al Subteniente no le importaba ser severo e inflexible con sus subordinados, por el simple hecho de que también era severo e inflexible con él mismo. No tenía ningún inconveniente en quedarse después de terminado su turno, si sus obligaciones lo requerían, ni en cumplir con fatigosas actividades suplementarias, que dada su graduación podía haber evitado. Como hacer rondas por las calles de la ciudad, como si fuera un simple carabinero aspirante, en su afán por combatir la delincuencia y el crimen. Así lo había hecho esa mañana, cuando pescó al travesti rubio y al pequeño degenerado de bigotes, haciendo sus chanchadas en las inmediaciones del Muelle Viejo, y luego los siguió hasta el Hotel Monrovia, seguro de que tramaban algo. Casi se agarró una pulmonía, esperando a que salieran, y cuando al fin fue y encaró al conserje, resultó que se habían escapado. ¿En qué momento? Ese antro no tenía puerta trasera, y él no dejó en ningún momento de vigilar la entrada. 
Yo tenía su edad, me acuerdo, seguía con su perorata el Capitán, cuando nos llegó la orden de ir al Sur, cerca de la frontera. En esos tiempos no había caminos toavía, había que ir a puro lomo e mula... 
Se escuchó algo parecido a una discusión, allá afuera, unas voces subidas de tono que no pasaron inadvertidas al Subteniente Von Kreutzenberg. 
Si me disculpa, Capitán, se puso de pie, creo que un asunto me reclama. Vaya nomás, m’hijito, dijo el viejo. 
Después de chocar los talones y hacer la venia, el Subteniente pegó media vuelta y se retiró. El Capitán abrió el cajón del escritorio y sacó una petaca de coñac, desenroscó la tapa y le pegó un largo trago. Ah… suspiró, aliviado, y mirando hacia la puerta murmuró: ¡Cabro latoso!

© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
 
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