
¡Papá! ¡Papá! ¡Viene alguien!
Toti era el único de los nueve que no venía a importunarlo con algún problema, o a pedirle dinero a cada rato. El único, además, al que Tyson dejaba entrar a su taller de carpintería, como quien dice su santuario.
También a Toti le gustaba el silencio. Era capaz de pasarse horas junto a su papá, mirándolo trabajar con la sierra o la garlopa, viéndolo armar un encastre cola de milano o montar un taburete cuyas patas tocaban el suelo las cuatro al mismo tiempo. Toti barría el aserrín, y acomodaba cada herramienta en su lugar, sin necesidad de que su papá se lo pidiera; le cebaba mate; echaba unas astillas a la salamandra, si hacía falta, clasificaba tornillos y clavos. A veces, igual que él, se quedaba mirando por la ventana, hacia las aguas siempre agitadas de la bahía, y a las montañas desdibujadas por la bruma.
¡El tío Berni, papá! ¡Es el tío Berni!
Tyson salió afuera y miró. En efecto, era él, y venía acompañado.
Toti era el único de los nueve que no venía a importunarlo con algún problema, o a pedirle dinero a cada rato. El único, además, al que Tyson dejaba entrar a su taller de carpintería, como quien dice su santuario.
También a Toti le gustaba el silencio. Era capaz de pasarse horas junto a su papá, mirándolo trabajar con la sierra o la garlopa, viéndolo armar un encastre cola de milano o montar un taburete cuyas patas tocaban el suelo las cuatro al mismo tiempo. Toti barría el aserrín, y acomodaba cada herramienta en su lugar, sin necesidad de que su papá se lo pidiera; le cebaba mate; echaba unas astillas a la salamandra, si hacía falta, clasificaba tornillos y clavos. A veces, igual que él, se quedaba mirando por la ventana, hacia las aguas siempre agitadas de la bahía, y a las montañas desdibujadas por la bruma.
¡El tío Berni, papá! ¡Es el tío Berni!
Tyson salió afuera y miró. En efecto, era él, y venía acompañado.
A lo que hemos llegado, se lamentaba la Gorda Yolanda, ¡Ya no se puede ni robar un auto tranquila hoy en día! Yoli iba pasito a paso por la ruta, o mejor dicho por el camino de ripio que bordeaba la costa, con el bidón que habían encontrado en el maletero. Un viejo bidon metálico de la Wehrmacht, con tapa a bisagra con bloqueo: un rezago de guerra, de los que abundaban en la Patagonia en esos tiempos. Uf, uf, uf, iba resoplando Yolanda, que ya debía haber hecho unos cinco kilómetros, y aún le faltaban otros cinco, al menos, para llegar a Puerto Natales.
El sendero iba pegado al mar, en algunos trechos; en otros se alejaba. Un paraje que había estado, hasta no hacía mucho, poblado de bosques de cóihues y lengas, que fueron cayendo bajo el filo del hacha o el estruendo de las motosierras. Entre los tocones, que sobresalían como muñones de la tierra, se venían unas pocas ovejas, masticando a desgano el pasto que lograban arrancar del terreno.
Uf, uf, uf… Yoli sentía como ya se le iban formando ampollas, dentro de los burdos zapatones que había tenido que ponerse a las apuradas, cuando escapaba de la policía. Cada tanto miraba hacia atrás, con la esperanza de ver aparecer algún auto, o un tractor, alguien que la alcanzara hasta el pueblo. Se pasaba de una mano a la otra el bidón, que aún vacío pesaba una barbaridad.
El sendero iba pegado al mar, en algunos trechos; en otros se alejaba. Un paraje que había estado, hasta no hacía mucho, poblado de bosques de cóihues y lengas, que fueron cayendo bajo el filo del hacha o el estruendo de las motosierras. Entre los tocones, que sobresalían como muñones de la tierra, se venían unas pocas ovejas, masticando a desgano el pasto que lograban arrancar del terreno.
Uf, uf, uf… Yoli sentía como ya se le iban formando ampollas, dentro de los burdos zapatones que había tenido que ponerse a las apuradas, cuando escapaba de la policía. Cada tanto miraba hacia atrás, con la esperanza de ver aparecer algún auto, o un tractor, alguien que la alcanzara hasta el pueblo. Se pasaba de una mano a la otra el bidón, que aún vacío pesaba una barbaridad.
La llegada de los visitantes fue todo un acontecimiento para la mujer de Tyson, vivían tan apartados… ¡Compadre Berni, tanto tiempo! Le dio un abrazo y un beso en cada cachete. Se quedó algo cohibida, en cambio, al ver el elegante traje cruzado de la Polaca, y sus delicadas y esculpidas uñas. Tomen asiento, por favor, les dijo, y antes de que pudieran darse cuenta ya les había servido sendas tazas de café y desplegado sobre la mesa varias de sus especialidades: chapeles bañados en azúcar, mote con huesillo, tortas fritas… ¡No, Toti!, lo retó su mamá, ¡Esto es pa las visitas! De todos modos, a Berni no le pasaba un bocado. Esa había sido, sin lugar a dudas, la jornada más agitada de su vida, y aún estaba lejos de terminar. La Polaca, en cambio, comió con un apetito envidiable. ¡Mmm! ¡Está buenísimo!
Sólo una vez la había visto Berni perder el aplomo, en toda esa odisea, y fue cuando, inspeccionando los bolsillos del francés, Pola se dio cuenta de que el fajo de dólares había desaparecido. Se puso pálida, dijo No puede ser, yo vi cuando se los guardó... Volvió a revisarlo, y también a su compañero, el morocho marroquí.
Eso fue cuando abrieron el baúl del Chevrolet, para fijarse si encontraban el bidón. Se habrán caído, dijo la Gorda, y Pola le contestó No, querida, la plata no se cae. Alguien estuvo en la playa. Alguien se los llevó.
¿Más café, señorita?, preguntó la esposa de Tyson, complacida, al ver a su visitante comer con tanto apetito. Sí, señora, muchas gracias.
Berni no sabía que pensar. Tanto había soñado, en esas noches de cabaret, cuando veía a la Polaca a la distancia... Tanto había imaginado estar con ella, así como estaba ahora, sentados a la mesa los dos juntos, como cualquier otra pareja que comparte un momento de intimidad… Y se le había cumplido su deseo, sí, aunque no cómo él lo imaginó. ¿Qué pasa?, le preguntó Pola, al ver su mirada dubitativa. ¿No tenés hambre? Me quedé pensando en el auto, dijo en voz baja el Palomo. Si alguien llega a pasar por allá abajo y lo ve… ¿Quién va a pasar?, dijo Pola, sin dejar de masticar. Si por ese camino no anda ni el loro.
Sólo una vez la había visto Berni perder el aplomo, en toda esa odisea, y fue cuando, inspeccionando los bolsillos del francés, Pola se dio cuenta de que el fajo de dólares había desaparecido. Se puso pálida, dijo No puede ser, yo vi cuando se los guardó... Volvió a revisarlo, y también a su compañero, el morocho marroquí.
Eso fue cuando abrieron el baúl del Chevrolet, para fijarse si encontraban el bidón. Se habrán caído, dijo la Gorda, y Pola le contestó No, querida, la plata no se cae. Alguien estuvo en la playa. Alguien se los llevó.
¿Más café, señorita?, preguntó la esposa de Tyson, complacida, al ver a su visitante comer con tanto apetito. Sí, señora, muchas gracias.
Berni no sabía que pensar. Tanto había soñado, en esas noches de cabaret, cuando veía a la Polaca a la distancia... Tanto había imaginado estar con ella, así como estaba ahora, sentados a la mesa los dos juntos, como cualquier otra pareja que comparte un momento de intimidad… Y se le había cumplido su deseo, sí, aunque no cómo él lo imaginó. ¿Qué pasa?, le preguntó Pola, al ver su mirada dubitativa. ¿No tenés hambre? Me quedé pensando en el auto, dijo en voz baja el Palomo. Si alguien llega a pasar por allá abajo y lo ve… ¿Quién va a pasar?, dijo Pola, sin dejar de masticar. Si por ese camino no anda ni el loro.
Eso era verdad, o casi. Varios kilómetros al sur, como viniendo del lago Balmaceda, un camión iba bajando por un sendero de montaña. Un GMC 6x6 al que el chofer (a falta de buenas zapatas) iba frenando con la caja de cambios. Cuidaó de este láo, Patricio, le indicaba su compañero, que de a ratos sacaba la cabeza por la ventanilla, tratando de detectar alguno de los manchones de hielo que acechaban en los rincones con sombra.
Un viaje por demás peligroso. Sólo pudieron respirar tranquilos al llegar abajo, al camino que bordeaba el mar. Recién ahí Patricio puso tercera y sacó el atado de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Le pidió fuego con un gesto a su compañero y dio una larga pitada, satisfecho de como iba saliendo todo hasta el momento. Era el tercer cargamento de la semana, y el último de una incontable seguidilla, que iba a engrosar la inmensa pila de troncos en el puerto, a la espera de uno de esos barcos-factoría japoneses, que los reducían a pequeñas astillas y armaban con ellas los tableros de trupán.
Los leñadores terminaron de dar la vuelta al Cabo de los Lobos y salieron a Bahía Mansa. Algo les llamó la atención, un auto detenido a la vera del camino. Un coche viejo, de color indefinido, que parecía abandonado a su suerte. ¡Espera, Patricio!, gritó de pronto el acompañante. ¡Detente, pues!
Un viaje por demás peligroso. Sólo pudieron respirar tranquilos al llegar abajo, al camino que bordeaba el mar. Recién ahí Patricio puso tercera y sacó el atado de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Le pidió fuego con un gesto a su compañero y dio una larga pitada, satisfecho de como iba saliendo todo hasta el momento. Era el tercer cargamento de la semana, y el último de una incontable seguidilla, que iba a engrosar la inmensa pila de troncos en el puerto, a la espera de uno de esos barcos-factoría japoneses, que los reducían a pequeñas astillas y armaban con ellas los tableros de trupán.
Los leñadores terminaron de dar la vuelta al Cabo de los Lobos y salieron a Bahía Mansa. Algo les llamó la atención, un auto detenido a la vera del camino. Un coche viejo, de color indefinido, que parecía abandonado a su suerte. ¡Espera, Patricio!, gritó de pronto el acompañante. ¡Detente, pues!
A Toti le llamaban la atención los anillos de Pola. Los miraba subrepticiamente. Sonreía. Pola se sacó uno y se lo ofreció. Tomá, le dijo, ponételo. Toti miró a su mamá, como pidiéndole permiso. Luego alargo su mano regordeta, de dedos cortitos, y dejó que Pola le pusiera uno en el meñique, el único dedo en el que le entraba.
Berni había salido afuera a hablar con Tyson. Un rato después volvió. ¿Y? ¿Qué te dijo?, preguntó en voz baja Pola. Dice que sí, que conoce a unos muchachos que lo pueden hacer. Unos medios sobrinos suyos, que se dedican a la pesca de erizos en un barco chiquito. ¿Ah, sí? Sí. Cargan los cuerpos en la bodega y los tiran en alguno de los canales. Ni Dios los encuentra. ¿De verdad?, preguntó Pola. Sí, sí. No es la primera vez que lo hacen, pero hay un problema. ¿Qué problema? Piden veinte mil por cada uno. ¿Veinte mil pesos? Por ser nosotros, nos lo pueden dejar a quince. La Polaca sacó cuentas mentalmente. ¿Australes, aceptan? No sé. No creo. Y, andá. Preguntale. Berni salió otra vez. A través de la ventana Pola vio al indio viejo escucharlo asombrado, y luego negar enfáticamente. El Palomo volvió. Dice que no, pesos chilenos solamente. O dólares.
Berni había salido afuera a hablar con Tyson. Un rato después volvió. ¿Y? ¿Qué te dijo?, preguntó en voz baja Pola. Dice que sí, que conoce a unos muchachos que lo pueden hacer. Unos medios sobrinos suyos, que se dedican a la pesca de erizos en un barco chiquito. ¿Ah, sí? Sí. Cargan los cuerpos en la bodega y los tiran en alguno de los canales. Ni Dios los encuentra. ¿De verdad?, preguntó Pola. Sí, sí. No es la primera vez que lo hacen, pero hay un problema. ¿Qué problema? Piden veinte mil por cada uno. ¿Veinte mil pesos? Por ser nosotros, nos lo pueden dejar a quince. La Polaca sacó cuentas mentalmente. ¿Australes, aceptan? No sé. No creo. Y, andá. Preguntale. Berni salió otra vez. A través de la ventana Pola vio al indio viejo escucharlo asombrado, y luego negar enfáticamente. El Palomo volvió. Dice que no, pesos chilenos solamente. O dólares.
La ciudad se alcanzaba a ver ya, en la curva donde terminaba la bahía, pero la Gorda no daba más. Se sentó en una roca, al costado del camino. Se sacó un zapato, del pie que más le dolía, y luego el otro. Estaba exhausta. Y hambrienta. Casi no había pegado un ojo en toda la noche, ni había probado bocado. Tenía ganas de mandar al diablo a todos, a la Polaca y a todo el mundo. Volverse a Punta Arenas con su mamá, olvidarse de todas esas aventuras. Basta, se terminó, dijo en voz alta. En ese momento fue que, a la distancia, algo pareció moverse. Sí. Del lado del Cabo de los Lobos venía un vehículo, más precisamente un camión, un camión de tres ejes cargado de troncos. Yolanda se volvió a colocar los zapatos y se puso de pie, dispuesta a bloquearle el camino. O me llevan o me pasan por arriba, pensó, mientras hacía señas con los brazos para que el chofer se detuviera. Estaban cada vez más cerca. Recién cuando el camión dobló la última curva Yolanda pudo ver que no venía solo. Detrás lo seguía, tirado de una linga, ni más ni menos que el Chevrolet 46 del Dr. Salazar Rivero, el mismo que habían dejado allá en la orilla, con los dos cadáveres en la cajuela.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continuación...
CAPÍTULO 25: UN POLICÍA EJEMPLAR
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