Un auto del año del ñaupa, con los guardabarros sueltos y cagado a golpes por los cuatro costados, aunque andaba lo más bien, los llevaba sin problemas a los tres; o a los cinco, si se contaba a los dos cadáveres que iban en la cajuela.
La policía ya no los seguía. ¡Dale nena! ¡Pisalo!, decía de todos modos la Polaca, y la Gorda apretaba el acelerador.
Ya habían dejado atrás las últimas casas de Puerto Natales y se adentraban en una zona rural: de un lado el mar picado y gris, del otro las colinas de pastos amarillentos, tachonadas por el gris sucio de algunas ovejas.
Vive por acá cerca, dijo Berni, que iba sentado en el asiento de atrás. Él puede ayudarnos a esconderlos.
¿Vos?, casi se rió la Polaca. ¿Vos conocés a alguien que puede esconder los cadáveres? ¡Flor de mosquita muerta habías resultado!
Tenían que hablar a los gritos, por el ruido que hacía el motor.
No sé, dijo la Gorda. No sé si conviene que alguien más se entere de esto y salga a bocinar. No quiero terminar presa por este par de ratas.
No hay problema, dijo Berni, Tyson no va a contar nada.
¿Cómo sabés que no?
Porque él no habla.
¿Qué le pasa? ¿Es mudo?
No, no es mudo, pero no habla. No le gusta hablar.
Eso era verdad, Tyson era la parquedad en persona, no por mal humor, sino porque amaba el silencio. Después de pasarse toda la semana en lo profundo de la mina, castigados sus oídos por los taladros neumáticos y el rechinar de las vagonetas; y luego, al terminar su turno, por las voces estridentes de sus compañeros, afectos a la cerveza rubia, al vino blanco y a los chistes verdes, si había algo que Tyson apreciaba en esta vida era la paz y la quietud. Los fines de semana los pasaba haciendo trabajos de carpintería en el tallercito que tenía detrás de su casa, frente a Bahía Serena. La electricidad no llegaba hasta ahí, ni falta que le hacía, porque él usaba herramientas tradicionales: sierras de mano, garlopas, formones, berbiquí… Tyson trabajaba en silencio, o, mejor dicho, escuchando los sonidos de la naturaleza: el viento entre las ramas de los cóihues, el crepitar de las brasas en la salamandra. Cada tanto levantaba la vista y veía, por la pequeña ventana, las aguas encrespadas de la bahía y el filo de las montañas, que apenas se adivinaban entre la bruma.
***
Era un auto muy sólido, sí, el Chevrolet que le habían requisado al Dr. Rivero, aunque con un defecto: dejaba de andar si se le acababa la gasolina.
Pof, pof, pof…, empezó a hacer el motor.
¿Qué pasa?, preguntó la Polaca. ¿Qué es ese ruido?
A esa altura la ruta 340 no era sino un sendero de ripio, el asfalto se había terminado unos kilómetros atrás.
Pof, pof, pof…
La Gorda puso punto muerto y lo dejó avanzar, tanto como le duró el impulso. Se detuvieron, finalmente, al costado del camino.
No se veía un alma. Sólo el casco rojo de un barco, allá lejos, en la desembocadura de la bahía. Diga que ya no llovía. Bajaron.
¡Viejo miserable!, dio la Polaca una patada contra el guardabarros, ¿Cómo no se le ocurrió llenar el tanque?
La Gorda prendió un cigarrillo y le dio una calada. ¿Y ahora?
La casa de mi amigo está acá cerca, dijo Berni. Podemos seguir a pie.
¿Y qué hacemos con los monigotes que están en el baúl?, preguntó Pola. ¿Los dejamos acá, para que cualquiera los encuentre?
***
Tyson era el nieto de un cacique Kawésqar, el pueblo que antiguamente poblaba el enjambre de islas de la Patagonia Occidental. Nómades por naturaleza, los Kawésqar se movían más por agua que por tierra, en pequeños convoyes en los que iba una familia por canoa. Armaban sus fogatas en la pequeña embarcación, se protegían del frío glacial apenas con una piel de foca sobre los hombros. Vivían, mayormente, de recolectar mariscos y erizos, que encontraban en la infinita red de canales naturales que separan las islas, y pescaban con arpones de hueso. Si el tiempo lo permitía salían al mar abierto también, al horizonte infinito del Oceáno Pacífico. El gran acontecimiento era encontrar una ballena varada. El que la veía mandaba a buscar a sus amigos de otras tribus, y entre todos la iban cortando en lonchas y asándola en fogatas. Con cantos y bailes daban gracias a los dioses, que les habían proporcionado alimento por varias semanas. Los Kawésqar eran gentiles y tranquilos: no recibieron a los navegantes europeos con una lluvia de piedras y flechas, como sus vecinos del sur, los Onas y los Yaganes. Se ganaron, en cambio, una merecida fama de amigos de los ajeno. Bastaba que estuvieran unos minutos a bordo para que del barco de ingleses, portugueses o españoles para que desaparecieran como por arte de magia los tricornios, la brújula, el catalejo, una pistola a pedernal o cualquier otro objeto que les hubiera llamado la atención. Su natural amabilidad no los salvó de los rigores de la conquista, ni de los gérmenes que trajeron los blancos, contra los que sus sistemas inmunológicos no estaban preparados. La viruela, el sarampión y las gripes los fueron diezmando. Para cuando Tyson nació, ya eran pocos los Kawésqar que quedaban en las islas.
Tyson pasó sus primeros años en Puerto Edén, un caserío de la isla Wellington, a un día y medio de navegación desde Puerto Natales. Su abuelo era una especie de cacique-alcalde del lugar. La principal actividad económica la comunicad seguía siendo la pesca y la recolección de mariscos, esta vez en pequeñas lanchas a motor, con las que surcaban las peligrosas aguas de los canales, repletas de remolinos y corrientes cruzadas. El gran acontecimiento era encontrar un barco encallado. Cuando alguien lo veía, mandaba a llamar a sus amigos y parientes, y entre todos lo saqueaban por completo; traían sus herramientas y lo desguazaban hasta el último tornillo, para ir más tarde a pelear precios a los boliches de Puerto Natales. El propio Tyson había participado de pequeño de algunas de esas expediciones. Hasta hoy recordaba el día que encontraron un barco con un cargamento de máquinas de escribir. Su abuelo las tomó por acordeones y trató de probarlas, pero al apretar las teclas y comprobar que no salía ningún sonido, pensó que estaban rotas y las fue tirando una a una al mar.
Fueron tiempos de inocencia que pronto quedaron atrás, cuando el abuelo murió y el niño fue enviado a vivir al continente, al internado de los padres salesianos. Allí le enseñaron el abecedario, a trabajar la madera y a rezarle a un Dios que caminaba sobre el agua. Cuando salió de allí, el joven Tyson trabajó como esquilador de ovejas, como ayudante de arriero, como estibador en el puerto y, finalmente, como operario en la mina de carbón de Río Turbio, el trabajo que mejor pagaba. Jamás volvió a navegar. Dejó atrás su estirpe acuática y se quedó para siempre en tierra firme. Su espíritu, sin embargo, seguía en aquellas islas y canales de su infancia.
-¡Papa! ¡Papá!
La voz de Toti lo sacó de sus cavilaciones. Su hijo menor venía subiendo la cuesta desde la casa, que estaba unos cien metros más abajo.
-¡Papá! ¡Papá! ¡Viene alguien!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continuación...
CAPÍTULO 24 - TYSON Y TOTI
CAPÍTULO 24 - TYSON Y TOTI
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