Capítulo 93 - Pobres y ricos


¿Será cierto eso que dicen, que cuando uno está por morir ve pasar toda su vida delante de sus ojos? ¿Qué fue lo que pasó entonces, aquella noche, delante de los ojos de Míster Antonio, enano del Gran Circo Tívoli, hoy devenido domador, mientras el león tenía atrapada su pequeña piernecita entre sus fauces?
¡Tony! ¡Tony!, gritaba desesperada, al otro lado de la reja, la Bella Naná.
Míster Antonio no la escuchaba. Tirado en el suelo, incapaz de soltarse, tal vez veía desfilar frente a sus ojos las chozas de paja de su aldea natal, en la Selva Esmeraldeña; o las filas interminables de árboles de caucho, en la plantación de Río Verde, a la que su padre lo vendió, al no poder alimentarlo; y, por qué no, los pueblos y ciudades que había recorrido con el circo Burton & Burton, al que el dueño de la plantación de caucho lo había vendido, a su vez, sacando provecho de su baja estatura.
Toda su vida fue una víctima del capitalismo, esa es la verdad. Esa es la razón por la que siempre odió a los ricos, a los malditos burgueses, a los parásitos de la pirámide social; Tony odiaba su altivez, sus lujos, sus privilegios… Y los seguía odiando, incluso cuando él mismo, al fundar su propio circo y convertirse en Míster Antonio, hubiera terminado por vestirse con ropas igual de finas, y a fumar el mejor tabaco, y beber los más delicados vinos…
GRRRRRR, gruñía Bismarck, con su pierna aún entre los dientes, inmune a los estiletazos que Míster Antonio le arrojaba con su pequeña espadita. El látigo había quedado, ya inútil, tirado en sobre la arena.
¡Tony! ¡Tony!, seguía gritando la Bella Naná, su ecuyère y asistente, que había abandonado a su esposo, el mago del Burton & Burton, y a su pequeño hijito, para seguirlo en esta loca aventura. ¡Tony, por Dios!
Por detrás de ella se asomaban las cabezas de los espectadores, o, mejor dicho, de los espectadores más ricos, los que habían pagado los boletos más caros, en los primeros asientos. ¿Dónde estaban los pobres de las últimas filas, sus amados proletarios?, se preguntó Míster Antonio, que quiso, viendo que la vida se le escapaba, gritarles su mensaje revolucionario, la Sagrada Consigna: ¡Proletarios del mundo, uníos!
Sólo que, en el trance en el que estaba, apenas si alcanzo a balbucear:
¡Llama a Juan Carlos, Naná…! ¡Llámalo!
¡Ya fue a buscarlo Amalia, Tony! Ya está por llegar…
¡Ahhh…!, gritaron horrorizados los espectadores cuando, tras un brusco movimiento de cabeza, Bismarck terminó de arrancarle la pierna, para luego escupirla como un hueso de aceituna a un costado. La sangre ya había formado un pequeño charco sobre la arena.
¡GROOAAAAARRRR!, gruñó el fiero león, que aún no había terminado con él.
***
Uno de los “ricos” que estaban sentados en las primeras filas no era otro que Bernardo, quien, antes que se desatara el desastre, barajaba (sin saberlo) pensamientos parecidos a los de Míster Antonio. También él había notado la diferencia que había entre los pobres, apiñados en la parte más lejana de la carpa, y la gente acomodada, sentada alrededor de la pista. Vio los brillantes sombreros, los vestidos de seda, el refulgir de las joyas, las sonrisas… Y, por otro lado, la aglomeración, las penumbras, la incomodidad de los que se habían tenido que quedar de pie; las cabelleras hirsutas, las ropas deslucidas, los harapos… Ese era el sector al que le hubiera correspondido ir a él, un simple maestro de escuela, si su amigo, el Teniente Arias Aldao no le hubiera pagado una entrada más cara.
Como a Míster Antonio, a Bernardo también le chocaba el trato diferenciado que recibían ricos y pobres, aunque su conclusión era otra. Bernardo no buscaba una revolución que hiciera a todos los hombres iguales, sino en hacerse rico él también.
¿Qué se lo impedía? Su abuelo había sido un mero vendedor ambulante, antes de llegar a Temeschwar y montar su tienda; y su padre (el hijo de un tendero) había logrado, con el curso de los años, convertirse en el accionista principal de la mayor fábrica de telas del Banato, capaz de competir con las textiles de Mánchester y de Łódź. ¿Por qué no podía hacer él otro tanto? Después de todo, estaba en el lugar ideal. Punta Arenas era una tierra de oportunidades como había pocas en el mundo. Muchos de los prósperos comerciantes que ahora lo rodeaban no habían sido más que unos pobres inmigrantes, igual que él, tan sólo unos años atrás. Ahí lo tenían al nortino Martínez Martínez, dueño de campos y empresas; o a don Chicho, el sastre, acompañado de su bella y joven esposa…
Sí, tengo que ser uno de ellos, se dijo Bernardo. Tengo que pasarme del lado de los que dan órdenes, y no de los que las reciben…
Ya estaba bien de hacer el tonto, corriendo detrás de las faldas y metiéndose en problemas. Debía arremangarse y comenzar a tomarse la vida en serio. Podía hacerlo. Él también tenía buena cabeza para los negocios; lo demostró en el poco tiempo que estuvo al frente del Salón Adriático, cuando Irena cayó enferma: tomó un cocinero que hizo aumentar los clientes al mediodía; bajó los precios de las copas, haciendo crecer el volumen de las ventas; consiguió la mercancía al mejor precio, pagando en efectivo y negociando por descuentos en cantidad…
¿Esa era la solución, entonces?, se preguntó. ¿Poner una taberna? No. Ya había demasiadas…
¿En qué piensa, Sr. Caledonia?, le preguntó Judith Braunstein, la prometida del vasco Mendieta, que se había sentado al lado suyo para transmitirle el mensaje de Carlota.
Bernardo tomó su manito enguantada y le dijo:
En Usted, Señorita Judith…
Ay, Señor Caledonia…, fingió ruborizarse la judía. Qué cosas dice…
Bernardo sonrió. Quién sabe, se dijo. Si ese viejo canalla me robó la pitillera, tal vez yo pueda robarle la mujer… ¿Qué mejor manera de comenzar su fortuna que casarse con una millonaria, que además no tenía nada de fea?
Por favor, Sr. Caledonia… He venido tan sólo a arreglarle una cita con mi amiga…
¿Por qué no me arregla una cita con Usted?
Oh, Bernardo, sonrió la judía Judith, como para mostrarle que no le resultaba indiferente.
Mira estos dos, cómo cuchichean, tocó con el codo la Mujer del Fiscal a su vecina.
¡Y ella sí que aprovecha, ahora que su novio está de viaje!
Fue entonces cuando el león comenzó a desmadrarse, y los proyectos de amor y fortuna de Bernardo quedaron de momento interrumpidos.
***
El Cabo Contreras, por su parte, sabía que jamás iba a salir de gusano. Ni siquiera se le pasaba por la cabeza que esa situación se pudiera cambiar: pobre había nacido, y pobre se iba a morir. Para él no había esperanzas de una sociedad más justa, como la que proclamaba el pequeño Míster Antonio, ni de salvación individual, como la que ambicionaba Bernardo.
¡Fuerte el aplauso, damas y caballeros!
Eso no le impedía al Cabo, mientras montaba guardia en la entrada del circo, trazar mil planes fantasiosos, como robar el tesoro de la Gobernación, o prenderle fuego al pueblo entero, sólo para verlo arder.
¡Y ahora, en el próximo número…!
O hacer algo mucho menos estridente, pero bien fácil de realizar. Algo que podía hacer en ese mismo momento, sin moverse del lugar en donde estaba: pegarle un tiro a cabeza don Chicho.
Desde su puesto de guardia el Cabo Contreras podía entrever, entre los demás espectadores, la figura rechoncha del Sastre Napolitano: su rojo traje de dragoneante de la Milicia Urbana, que usaba sólo para presumir. El Cabo Contreras sonrió, de sólo recordar el susto que le pegó, esa noche que don Chicho pasaba frente a la Plaza de Armas, volviendo de la fiesta del Doctor. ¡No le alcanzaban las patas para correr, al italiano! Era más miedoso que una laucha, esa es la verdad. Todas esas historias de guerra que contaba, de las batallas que había peleado en Italia, no eran más que un embuste.
¡El valiente Míster Antonio se enfrentará a…! ¡Bismarck, el fiero león!
¿Cómo es que un cobarde como don Chicho tenía dinero para tirar para arriba, se preguntó el Cabo Contreras, y él no tenía ni un cobre para echarse un trago con sus amigos? ¿Por qué don Chicho vivía en una hermosa casa, en la Calle Principal, y él de prestado en el rancho de Flora, la lavandera?
¡Eh, Rufino!
Cierto, había hombres más ricos que don Chicho en Punta Arenas, con mucho más dinero y mejores casas, pero era a don Chicho a quien el Cabo Contreras detestaba más que a nadie, porque don Chicho tenía lo que él más codiciaba en el mundo: la tenía a Lalita, la hija de Flora, la niña que había sido hasta hacía poco su hijastra. ¿O lo era todavía? El Cabo Contreras se reprochaba no haber actuado con más decisión, cuando tuvo la oportunidad. Debió haberla forzado, si no quedaba otra alternativa. La borracha de Flora seguro no iba ofenderse, por tan poca cosa. No hubiera tenido problemas en hacer la vista gorda, con tal de no perderlo.
¡Rufino!
El Cabo Contreras rechinaba los dientes. De sólo pensar que ese farsante italiano le había birlado a Lalita, y hasta le había hecho un hijo, según se comentaba…
¡Eh, Rufino!
El soldado que montaba guardia junto a él lo tomó del brazo. ¿Acaso estás sordo?
Alguien se acercaba por el pasillo: era el Mayor García Lacroix, gobernador militar de la región.
¡Fir-meeeees!
El Cabo Contreras alcanzó a tirar a un costado el cigarrillo, antes de que llegara el Mayor. El Mayor fingió no verlo. Tenía asuntos más importantes que atender.
¿Dónde está el Sargento Aranda?
¡Allí, mi Mayor!, contestó Otro Soldado. Lo está esperando a Usted, mi Mayor.
El Cabo Contreras no dijo nada. Se mantenía en posición de firme, aunque sin el menor entusiasmo, con actitud desafiante. Era un rebelde, eso es lo que era. No tenía el menor apego a la disciplina castrense, no tenía el menor respeto por la autoridad. Ya había sido degradado, castigado con varias semanas de calabozo, pasado por dos rondas de baquetas y puesto a orear en el cepo colombiano. Y, aún así, no aprendía. Si no hubiera sido un artillero excelente, pensó el Mayor García Lacroix, tal vez el mejor de la Compañía, ya lo habría mandado a fusilar.
Tu vas a terminar mal, le dijo el Gobernador. Tú mismo te lo estás buscando, Contreras.
Sí, mi Mayor, sonrió el Cabo Contreras.
El Mayor García Lacroix caminó hasta donde ya lo esperaba el Sargento Aranda, para transmitirle sus instrucciones.
Fue entonces cuando se empezaron a escuchar, con más fuerza que antes, los rugidos del león. El Cabo Contreras no podía verlo, desde donde estaba. Sólo cuando pudo distinguir, cuando el bicho se paró sobre sus cuartos traseros, su gran melena amarilla, reluciendo como un sol.
Algo andaba mal. La Mujer Barbuda salía a la carrera por la entrada principal, y se metía en la carpa más chica.
¿Y a esta, qué bicho le picó?
Fue entonces que oyeron el primer grito, y el público comenzó a salir en desbandada. El Gobernador terminó su conciliábulo con el Sargento Aranda y se acercó.
¿Qué sucede aquí?
No le sé, Mayor, dijo el Otro Soldado. Algo con el léon…
Chocándose con la gente que salía, el Mayor García Lacroix se metió otra vez dentro del circo.
¡A un lado! ¡A un lado! ¡Dejen pasar, maldita sea!
Desenfundó su revolver...

© Emilio Di Tata Roitberg, 2021. 
 
A continuación...

CAPÍTULO 94: UN LARGO CAMINO

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