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Abrieron un mazo de cartas nuevo, tomaron asiento alrededor de la mesa principal. Asustada, doña Gómez intentó una última objeción: Córtela con esas leseras, pos m’hijita, que este un estableciento respetable... Hablaba de su burdel como si fuera la Biblioteca Nacional. Tranquila, le dijo en voz baja la Polaca, le paso el 10 por ciento de las ganancias. Los ojitos de la vieja relumbraron de codicia. ¿Y por qué no el 20, ah?, contraofertó. ¿Ah, sí? ¿Cuánto piensa poner para el bote? Quedaron en el 10, más el porcentaje de las bebidas que se consumieran durante la partida. De un lado se sentó la Polaca, la transformista argentina que triunfaba en la Patagonia con sus imitaciones de las divas musicales del momento, y enfrente la Gorda, la ex guardia de seguridad de las estancias magallánicas, su fiel aliada y fuerza de choque. A los costados se ubicaron dos de los marineros del Trondheim, los supuestos asesinos de travestis: el griego de rostro patibulario y uno de los noruegos, un gigante de barba amarilla llamado Arne, que era el que tenía el fajo de dólares. Se decidió por la carta más alta quién tallaba primero. Se hicieron las apuestas iniciales. Afuera, la llovizna se había convertido en un chaparrón de los fuertes. Las gotas repiqueteaban sobre las chapas de zinc. Aunque nadie se los pidió, los músicos arrancaron con otra cancion: Si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar, cantaba con voz cascada por la ginebra el viejito del acordeón. Desde las otras mesas, los demás marineros y las otras chicas seguían el desarrollo del juego. También los infaltables habitués de La Sirena, unos pelagatos a los que nadie prestaba atención: el abogado que perdía todos los juicios, el médico al que se le morían todos los pacientes y el bueno del tío Berni, el eterno enamorado de la Polaca, que estudiaba a la distancia los gestos y reacciones de su amada. Se realizó la segunda ronda de apuestas, discretamente, como tanteando el terreno. La Gorda pidió dos cartas y el Griego sólo una, porque tenía una mano fuerte, o así lo quiso hacer creer. El Noruego dio un golpecito en la mesa y dijo Stand pat. Eso quiere decir que no va a cambiar ningún naipe, se acercó a traducir el mexicano, y la Polaca le dijo Gracias, corazón, pero no me espiés las cartas porque te parto un botellazo en la cabeza. Okey, okey… Sin embargo, ella debía estar utilizando un truco parecido, pues cada tanto le echaba un vistazo a la Peruana, que sentada sobre las rodilllas de otro marinero le iba indicando por medio de caricias o besos en la oreja si el Noruego de la barba amarilla juntaba pares, escaleras o full house.
Oye, esto va a terminar mal, se lamentaba la dueña. Estos cabros son hartos agresivos, si llegan a perder musho dinero me van a hacer pedazos el local…
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continuación...
CAPÍTULO 9: A todo o nada