Capítulo 6. Ámame en cámara lenta

Deja que vengan esos puñeteros noruegos, dijo la Gallega, mientras se retocaba el rouge frente al espejo. ¡Que vengan, si tienen cojones! Sí, dijo Jaqueline, que terminaba de ponerse la máscara de pestañas. Las chicas de La Sirena estaban armadas hasta los dientes: la que no tenía una navaja tenía una cachiporra. Marili la Bizca guardaba una manopla en el corpiño, y Natalí había dejado en un rincón una tabla con un clavo en la punta. ¡Chicas! ¡Chicas! ¡Ahí vienen! 
Los marineros del Trondheim abrieron la puerta y fueron entrando. Tal y como lo había anticipado Berni el Palomo (que conocía el ambiente naval más por las novelas de Salgari que por haber navegado alguna vez), no todos los tripulantes eran noruegos, por más que el barco lo fuese. Entre varios de los rubios de rigor había un par de petisos de aspecto filipino, un morocho griego o turco, un africano de cabeza rapada y un chino. ¿Serán esos los asesinos?, murmuró Natasha, y la Gorda le dijo ¡Shhh!
Los marineros del Trondheim tomaron asiento en la mesa del medio, justo cuando salía al escenario la estrella del cabaret. Despacito, suavemente, ámame en cámara lenta, cantó la Polaca, que esa noche se había caracterizado como Valeria Lynch. Estaba idéntica: el vestido, la voz, el pelo.
Desde la caja, Doña Gómez les hizo a las chicas una seña de que se acercaran a los recién llegados. Vieja podrida. Total, ella no corría ningún riesgo.
De a poquito, tiernamente, ámame en cámara lenta…
Qué tal, muchachos, dijo Natasha. ¿quieren compañía? No hubo respuesta. Todos parecían hipnotizados con la Polaca, que gesticulaba con sus manazas de uñas coloradas. De a poquito, tiernamente, ámame en cámara lenta…
Lo importante es que nos mantegamos todas juntas, había dicho la Peru, antes de que entraran los asesinos de travestis. Mientras estemos todas acá adentro...
Que el amor es movimiento y yo… ¡te siento!, terminó la Polaca, y todos se lanzaron a aplaudirla. ¡Bravo! ¡Otra!, gritó un tipito con bigotes de Cantiflas, el único del grupo que hablaba español. Porteña agrandada, no sé qué le ven, murmuró Marili, y la Jacquie no supo qué decir.
La Polaca aceptó el brazo del africano, que la ayudó a bajar los tres escalones del escenario. El griego o turco le corrió una silla para que se siente. Muchas gracias, muchachos, thank you, danke schön, tak… ¡Mozo, champán!, ordenó la Polaca, que amaba los elogios pero más amaba el dinero contante y sonante, e iba a porcentaje de cada consumición. Ella era la única que no parecía atemorizada por la siniestra reputación de los visitantes. Prendió un cigarrillo con el fuego que le convidó uno de los rubios y, tras dar una pitada, le dirigió una mirada a la Gorda, que era la que tenía el revolver, para que interviniera si el asunto llegaba a ponerse espeso. La Gorda le respondió con un guiño, como diciendo No te preocupes, Pola: tengo todo bajo control.

© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
 
A continuación...
CAPÍTULO 7: Sin billetes no hay amor.



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