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Por fin la Polaca lo había mirado, por fin se había fijado en él. Berni volaba de felicidad. Se conformaba con poco, es verdad. Ni pensar en hablarle, todavía, porque la Polaca sólo te dirigía la palabra si le pagabas un trago tras otro, o si la invitabas champán, y a él apenas si le alcanzaba para un mísero vaso de cerveza. Se pasaba la noche en la barra, mirándola embobado, mientras ella charlaba con otros, reía con otros y se iba del brazo de otros al cuartito del fondo. Era el hazmerreír de La Sirena, pobre Berni. Apenas entraba, cada noche, con su metro cincuenta escaso, sus patas chuecas y su pecho de paloma, las chicas intercambiaban un guiño y decían Ahí llegó tu novio, Polaca. Puf, decía la Polaca, y miraba para otro lado.
De todos modos, las chicas de La Sirena tenían cosas más serias de las que preocuparse. El Trondheim, el barco en el que venían los asesinos de travestis, acaba de atracar en Puerto Natales. Fue la Gorda la que trajo la noticia. Lo vio con sus propios ojos, cuando fue a comprar pescado a la feria. Dejó los congrios y los filetes de merluza y volvió corriendo, tan rápido que se le salían las chancletas. ¡Chicas, chicas! ¡Peru! ¡Pola! ¡Jaqueline! Era temprano, apenas las once, la mayoría de las chicas aún dormía. ¿Qué pasó, Gorda? ¿Te volviste loca? ¡El barco noruego! ¡Está acá! ¿Estás segura?
Dijo que sí. Estaba ahí en el puerto, con el nombre pintado en el casco y la siniestra banderita. Había amarrado frente al muelle y los primeros rubios ya bajaban. No rubios lindos, como los de las películas, más bien unos cavernícolas de cabeza rapada, una pinta de asesinos tremendos. ¡Deben ser esos!, dijo La Bizca, los que van dejando una chica trans descuartizada en cada puerto. Lo que es yo, acá no entran, dijo la Peruana. Chichita estuvo de acuerdo. Doña Gómez, sin embargo, era de otra opinión. Un barco es un barco, dijo, los marineros ganan sueldos harto güenos, si quieren venir a gastarlo aquí... No están las cosas como para andar rechazando clientes. Con tal de tener los ojos bien abiertos… Camila, la más joven e inexperta, propuso someterlo a votación, pero eso no era una democracia, ahí se hacía lo que la jefa decía. ¿Y si avisamos a los carabineros? Pero no, querida. A la policía le importa un pepino que alguien nos liquide. Qué más quieren, una marica menos.
El día pasó, entre precauciones y conjeturas. Todas estaban nerviosas, todas expectantes, y mientras se vestían, peinaban y maquillaban, cada una iba guardando en el escote o en la cartera una navaja sevillana, un tramontina, una manopla de bronce... La Gorda, que antes de hacerse transformista había trabajado de guardia en la estancia de los Mendieta-Braunstein, trajo un 38 con el gatillo limado y cinco balas relucientes. Dejalos que vengan, dijo. No saben lo que les espera.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continuación...
CAPÍTULO 6: ÁMAME EN CÁMARA LENTA
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