Berni sabía que su amor por la Polaca era un amor sin esperanza, pero igual insistía. No era para menos: ella la más hermosa, la más deseada, la más cara, y él un renacuajo que la doblaba en edad, pelado, enclenque, sin un centavo. Tal vez nunca se hubiera fijado en él, de no ser por el caso de los marineros noruegos, unos criminales que iban dejando una chica asesinada en cada puerto. Eso era lo que se decía, al menos, en La Sirena y en otros cabarets de la Patagonia. Decían que había aparecido un travesti asesinado, en Puerto Madryn, poco después de que el Trondheim zarpara, como había sucedido unas semanas atrás en Montevideo, donde ese carguero había estado también. ¿Sería cierto, o sólo una de las cosas que la gente inventa? En esa época no había Internet, nadie tenía celular.
Era una noche de poco trabajo, en La Sirena. Un día de semana, sin pescadores ni mineros, sin más clientes que un par de muertos de hambre de ahí del pueblo: un abogado que perdía todos los juicios, un médico al que le habían retirado la matrícula, un periodista sin diario ni lectores. Y Berni, claro, que se pasaba la noche entera en la barra, suspirando por la Polaca, que pasaba al lado suyo sin mirarlo jamás.
Desde la caja, doña Gómez echaba cada tanto un vistazo a la patética concurrencia. Los músicos, un par de borrachines que trabajaban por las propinas, dudaban entre seguir tocando o guardar los instrumentos. Las chicas comentaban las noticias. Dicen que les hicieron unas cosas horribles, dijo la Peruana, estaban todas descuartizadas. ¡Dios santo y la Virgen!, se santiguó la Gorda, que era la modista del grupo, la encargada de confeccionar el vestuario para ella y sus compañeras. ¿Y vendrá para acá, el barco ese? No era imposible. La lana estaba a buen precio, en ese tiempo, y cargueros de todo el mundo pasaban por Natales a buscar la producción de las estancias de Santa Cruz y Magallanes. Lo que es yo, cuando vea a uno de esos rubios lo saco carpiendo, dijo Pamela. ¿Los noruegos son rubios? ¡Pero claro! Y tienen el vello púbico del mismo color que el pelo, dijo la Peruana. ¡Loca!, dijeron las otras, escandalizadas. No, en serio, chicas, hay que estar atentas. Averiguar qué barco llega, y cualquier rubio que aparezca... Que el barco sea noruego no quiere decir que los marineros sean noruegos, dijo alguien, y todas miraron a la barra. Fue Berni el que habló. Dijo que el barco puede ser de un país y los marineros de otro, cualquiera que haya leído Sandokán lo sabe. Callate, Palomo, le dijeron, ¿quién te dio vela en este entierro? La Polaca, en cambio, dio una pitada a su Benson y largando el humo clavó en Berni su mirada de hielo, quizá por primera vez. Tiene sentido, dijo. Esa madrugada, Berni volvió a su casa tan feliz que no tocaba el suelo, diciendo Me miró, me miró…
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continuación...
CAPÍTULO 5: LA LLEGADA DE LOS NORUEGOS