
Caía una llovizna muy fina, como casi todas las mañanas en Puerto Natales. Una neblina no muy densa flotaba sobre la bahía. ¡Pesa mucho!, se quejó Berni, que jamás en su vida había tocado a un muerto, y ahora no sólo tenía que tocarlo sino llevarlo cargando. ¡Aguantá!, le dijo la Polaca, para quien esa situación no parecía nada del otro mundo. La cabeza del franchute colgaba inerme, con los pelos amarillos pegoteados de sangre. ¡Falta mi gorro!, advirtió el Palomo, pero Pola no le prestó atención, atenta como estaba a la señal de su amiga. Los autos no dejaban de pasar, allá arriba. Se iba uno y venía otro. ¡Porca miseria!, dijo Pola. Llegaba a aparecer algún fisgón a pie y ahí sí que estaban en problemas. Mi gorro, repitió Berni. ¿Qué? Mi gorro, se cayó allá abajo y ahora no está. ¡Olvidate de esa piojera!, perdió la paciencia Pola. ¡Se la habrá llevado el viento!
No podía ser que no estuviera. Berni examinó con la vista el sector arenoso de la playa, el revoltijo de huellas que había quedado de la pelea con los dos forajidos. No podía distinguirse nada con claridad, excepto una marca circular, que se repetía a intervalos regulares, como si alguien hubiera hundido varias veces el mango de una escoba en la arena. ¿Qué podía ser?
No podía ser que no estuviera. Berni examinó con la vista el sector arenoso de la playa, el revoltijo de huellas que había quedado de la pelea con los dos forajidos. No podía distinguirse nada con claridad, excepto una marca circular, que se repetía a intervalos regulares, como si alguien hubiera hundido varias veces el mango de una escoba en la arena. ¿Qué podía ser?
Escondido entre los arbustos, sin atreverse ni a respirar, el rengo Benito repetía: ¡Señor, no me abandones! ¡Oh, Yavé! Había visto a los asesinos, cuando llegaron con el auto y vinieron a buscar los cadáveres: dos tipos altos bajaron primero, uno rubio y delgado, de traje, y el otro morocho y robusto, con una gorra de lana calada hasta las cejas. Benito estaba seguro de haber visto esos rostros alguna vez, pero no recordaba dónde. Asiduo visitante de los cabarets, whiskerías y puticlubs del puerto, el rengo sin duda había presenciado -no una, sino varias veces- los números musicales de la Polaca y de la Gorda Yolanda, las travestis más celebradas de la ciudad, pero no podía reconocerlas a esa distancia, y menos si se habían vestido de hombres. Pero sí identificó al tipito que bajó en tercer lugar, de eso no tuvo dudas: ¡era Berni el Palomo, el nieto de Lela Lola! Benito se agachó aún más todavía. ¡Oh, Señor! ¡Ayúdame!
¡Ahora!, gritó la Gorda. Con el finado a cuestas, Berni y la Polaca terminaron de remontar el terraplén y salieron a la calle. ¡Rápido, rápido!, repetía Yolanda, que había dejado el motor en marcha: llegaba a apagarlo y tenían que empujarlo otra vez. ¡Apúrense! Lo tiraron como una bolsa de basura dentro del maletero y bajaron la tapa. Subieron a la carrera, ellas dos adelante y Berni atrás. Aún antes de que se cerraran las puertas la Gorda metió primera y salió quemando caucho.
La llovizna se fue haciendo más densa, hasta transformarse en lluvia de verdad. Recién cuando el ruido del motor se perdió en la distancia se atrevió Benito a salir de su escondite. Entumecido por la postura inusual, el rengo recorrió con su paso desacompasado el sector arenoso hasta el terraplén. ¡Gloria a Dios en las alturas! Subió con sumo cuidado, expectante, listo para salir corriendo si los asesinos regresaban. Sobre la playa, el agua iba borrando el rastro circular que dejaba su pata de palo, y lavando las manchas de sangre.
Benito trepó finalmente hasta la acera y miró hacia donde se había alejado el auto. ¡Puuuuucha con el Palomo!, exclamó, y caminó lo más rápido posible en sentido contrario, haciendo resonar tac tac tac su pata sobre el pavimento. El agua le corría a chorros por la cabeza y el cogote grasiento, pero dentro de su bolsillo el atado de dólares estaba bien sequito y reluciente. ¡Alabado sea el Señor!
Benito trepó finalmente hasta la acera y miró hacia donde se había alejado el auto. ¡Puuuuucha con el Palomo!, exclamó, y caminó lo más rápido posible en sentido contrario, haciendo resonar tac tac tac su pata sobre el pavimento. El agua le corría a chorros por la cabeza y el cogote grasiento, pero dentro de su bolsillo el atado de dólares estaba bien sequito y reluciente. ¡Alabado sea el Señor!
Llovía torrencialmente, para entonces. El Chevrolet requisado al Dr. Salazar Rivero avanzaba a toda velocidad por la avenida Pedro Montt, metiendo ruido a más no poder. ¿Y?, gritó la Gorda, señalando hacia atrás con el pulgar. ¿Qué hacemos con estos dos muñecos? No sé, le dijo Pola. Dejame pensar.
Pasaron delante del muelle de los pescadores artesanales, al que estaban amarrados los pequeños barcos marisqueros, que se mecían con el oleaje. Un poco más adelante, la urbanización terminaba de manera abrupta, y el tráfico también. Cruzaron un tractor que volvía del campo, un camión cargado de troncos y después, por un rato, a nadie más. De un lado se veían la aguas encrespadas de la bahía, del otro las colinas de arbustos azotados por el viento. Si tuviéramos una pala, gritó la Polaca por sobre el ruido del motor, podríamos hacer un hoyo por acá. ¿Te parece?, dijo la Gorda. ¡Pero sí! Tenemos que sacarnos de encima estas papas calientes cuanto antes. ¿Y si alguien nos ve?
Y Berni el Palomo, del que ya se habían olvidado, dijo desde el asiento de atrás: Yo conozco a una persona que nos puede ayudar.
Pasaron delante del muelle de los pescadores artesanales, al que estaban amarrados los pequeños barcos marisqueros, que se mecían con el oleaje. Un poco más adelante, la urbanización terminaba de manera abrupta, y el tráfico también. Cruzaron un tractor que volvía del campo, un camión cargado de troncos y después, por un rato, a nadie más. De un lado se veían la aguas encrespadas de la bahía, del otro las colinas de arbustos azotados por el viento. Si tuviéramos una pala, gritó la Polaca por sobre el ruido del motor, podríamos hacer un hoyo por acá. ¿Te parece?, dijo la Gorda. ¡Pero sí! Tenemos que sacarnos de encima estas papas calientes cuanto antes. ¿Y si alguien nos ve?
Y Berni el Palomo, del que ya se habían olvidado, dijo desde el asiento de atrás: Yo conozco a una persona que nos puede ayudar.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continuación...
CAPÍTULO 23: TYSON
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