Capítulo 21. A toda velocidad

Era temprano, el viejo parrandero debía estar en el quinto sueño. Pola y la Gorda dieron golpes y patadas en la puerta. ¡Doctor! ¡Doctor Rivero! ¡Despertate, viejo borrachín! 
Les había costado llegar hasta ahí. El Dr. Salazar Rivero vivía en la parte más alta de Puerto Natales, en un antiguo caserón, desde donde se veía la bahía y las montañas nevadas al otro lado del fiordo. Abogado penalista, especializado en perder todos y cada uno de los casos, el Dr. Rivero pertenecía a una de las familias más tradicionales de la Región de Magallanes, terratenientes arruinados por la reforma agraria y la caída del precio de la lana. Desde lejos se la podía ver, a su derruida mansión, mientras subían por la cuesta. ¡Uf!, resoplaba la Gorda, y la Polaca le decía ¡Dale, Gor! ¡Dale que llegamos...!
Estaban irreconocibles. Por primera vez (desde que estaban en Natales, al menos), habían tenido que vestirse de hombres, las dos, para burlar la vigilancia del carabinero. ¡Ay, Polaca!, se lamentaba la Gorda, ¡dijiste que ya no ibas a meterte en líos! ¡Esta vez no fui yo la que empezó!, dijo Pola, ¡Ellos me atacaron! Y lo miró a Berni, como poniéndolo de testigo. Pero Berni no podía hablar, la subida era demasiado para él. Cada tanto se detenía y se agarraba el pecho, como si estuviera por sufrir un infarto. ¿Los marineros del Trondheim?, se extrañó la Gorda, ¿No era que se ya se habían ido? Están ahí, al lado del Muelle Viejo. Hay que apurarse, antes que alguien los vea y avise a la policía.
Tac, tac, tac… En Puerto Natales, cualquiera que escuchara ese sonido sabía que se acercaba el rengo Benito, el pescador que había perdido una pierna en alta mar, y hoy vivía de mendigar a la salida de misa, de vender billetes de lotería vencidos y de algún que otro robo al voleo.
Tac, tac, tac... sonaba la pata de palo sobre el pavimento, y los natalinos se apuraban a poner a resguardo sus bolsillos, sus carteras y demás pertenencias. ¡Alabado sea el Señor! ¡Gloria a Dios en las alturas!, gritaba Benito, con los brazos elevados al cielo, delante de los marineros, de las mujeres que pasaban con la bolsa de la compra y las vendedoras de pescados y mariscos. ¡Escuchen! ¡El Señor habló! Dijo: sean buenos con Benito, delen unas moneditas, ji, ji, ji...
¡Sal de aquí, rengo blasfemo! ¡Mándate de cambiar!
El profeta fue expulsado de la feria, y si no se llevó una golpiza fue por la poca disposición de la gente a acercarse demasiado a él. Benito no era muy aficionado al jabón, ni al agua en ninguna de sus formas, y el aroma que emanaba de su cuerpo hacía retroceder incluso a las pescaderas, mujeres de por sí acostumbradas a los olores fuertes. ¡Alabado sea Dios! Ji, ji, ji...
Tras quince minutos de gritos y patadas en la puerta, el Doctor Salazar Rivero por fin se despertó. Hacía rato que se había quedado sin mayordomo, sin ayuda de cámara y sin servidumbre de ninguna clase, por lo que tuvo él mismo que bajar la señorial escalera de nogal, hoy carcomida por las termitas. ¿Qué pasa? ¿Quién es?
El Dr. Rivero tenía al hígado a la miseria y la cabeza partida por la resaca. No reconoció a sus visitantes. Dijo Los horarios de consulta son… ¡hic!… de 16 a 20… ¡hic!… en mis oficinas de… ¡Felipe, soy yo!, dijo la Gorda. ¿Yolanda? ¿Eres tú? El doctor debía ser el único en Puerto Natales que la llamaba así. No le hizo ninguna gracia encontrársela vestida de hombre, sin la peluca y con la barba un poco crecida. A Berni, en cambio, ver a la Polaca con el traje cruzado, la corbata y el sombrero masculino la hizo desearla aún más. Era idéntica a Marlene Dietrich en “El Ángel Azul”, pura sensualidad y glamour.
¡Pero si es Berni el Palomo!, exclamó el abogado borrachín, ¿qué andas haciendo tú también por aquí?
No hay tiempo que perder, dijo Pola. ¿Dónde está el coche?
Benito dejó atrás los puestos de la feria y con su paso desparejo llegó a la Avenida Costanera. Era una mañana fría, el mar rompía con furia contra el espigón. Las gaviotas planeaban y se tiraban en picada, en busca de alimento. Lo que buscaba el rengo Benito era algún resto de cigarrilo, escudriñaba la acera en busca de una colilla a la que sacarle las primeras caladas del día. Sus pasos lo llevaron, casi sin proponérselo, a las cercanías del Muelle Viejo, el muelle que había sido incendiado durante la revuelta anarquista del año 21, y del que hoy sólo quedaba la doble hilera de pilotes de madera, sobresaliendo por encima del agua. Un perro comenzó a ladrar, pero Benito no le hizo ni caso. Algo en la playa le había llamado la atención.
Dieron la vuelta a la casa y lo vieron: un Chevrolet modelo 46, con los elásticos vencidos y abollado por los cuatro costados. ¿Estás segura que funciona esta carcacha?, preguntó la Polaca. ¿No nos habremos venido al pedo? Pero sí, dijo la Gorda, únicamente hay que empujarlo para que arranque.
La vieja reliquia de la industria automotriz descansaba bajo un tinglado de chapa, y las llaves estaban puestas. ¡Haberlo sabido!, dijo Pola. Gorda, manejá vos. Palomo, ayudame a empujar. ¡Oigan!, chilló el Doctor Salazar Rivero, al ver que llevaban su auto hacia la salida. ¿Adónde van con mi deportivo, pues?
Lo largaron en la bajada, alcanzaron a subirse antes de que tomara velocidad. ¡Yolanda!, gritó el picapleitos, ¡Yolanda! ¡Vuelve aquí!
Benito lo detectó de inmediato entre las rocas de la orilla, casi donde rompían las olas: un gorro rojo, de tela escocesa, forrado de lana por dentro. Una de las orejeras aleteaba con el viento, como el ala de una gaviota herida. El rengo bajó por el terraplén, tratando de no resbalar, su pata de palo dejó un surco en la arena. Ji, ji, ji, rió Benito, cuando al fin lo tuvo en sus manos. A pesar de lo viejo y percudido, seguro iban a darle algo por él en la feria americana. Suficiente para un chifle de ginebra.
Benito se dio vuelta, listo para volver a subir, cuando… ¡Ahhhhh...!
Había un tipo ahí tirado entre los arbustos. Boca arriba, con los ojos abiertos. ¡Oiga! ¡Cabaiéro!, dijo Benito.
Se acercó. Vio el rostro lívido, la boca contraída, el pelo amarillo pegoteado de sangre. ¡La chuuuuucha!, exclamó Benito, cuando comprobó que no eran uno, sino DOS los fiambres, medio ocultos por el parapeto que formaban las rocas.
Del cielo comenzaron a caer algunas gotas. Benito miró hacia el mar, y miró hacia la calle, como para asegurarse de que nadie lo estuviera viendo. Acto seguido, hizo lo que cualquier natalino de ley hubiera hecho en su lugar: se acercó a los cadáveres y les revisó los bolsillos. ¡Alabado sea el Señor!, dijo el rengo, al toparse con el fajo de dólares. En ese momento se escuchó una frenada y un portazo. Benito corrió a esconderse.

© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.

A continuación...
CAPÍTULO 22: PALOMO EN FUGA

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