
Sin que nadie lo llamara, Berni entró en la habitación y espió por la ventana. ¡Sigue ahí!, dijo. La Polaca miró hacia afuera y comprobó que, en efecto, el carabinero estaba en la vereda de enfrente, mirando para este lado. ¡Maldito fisgón!
Eran poco más de las ocho de la mañana, la hora en que las chicas de Le Cat Black recién se acostaban a dormir. La Gorda se refregó los ojos. ¿Berni el Palomo?, dijo. ¿Qué está haciendo acá? Está bien, viene conmigo, dijo la Polaca y a Berni, aún en la situación delicada en la que estaban, con el riesgo a que los descubrieran y los enviaran tras las rejas de por vida, se le llenó el corazón de un extraño regocijo.
El Doctor Rivero tiene un auto, dijo la Gorda. ¿El abogado? ¿El viejo borrachín? Un Chevrolet del año del pedo, pero anda bastante bien. Nomás hay que empujarlo para que arranque. ¡Eh, ustedes!, se impacientó la Polaca, al ver que Jackie y la Peruana seguían en la cama. ¡Rápido! ¡Vístanse!
Eran poco más de las ocho de la mañana, la hora en que las chicas de Le Cat Black recién se acostaban a dormir. La Gorda se refregó los ojos. ¿Berni el Palomo?, dijo. ¿Qué está haciendo acá? Está bien, viene conmigo, dijo la Polaca y a Berni, aún en la situación delicada en la que estaban, con el riesgo a que los descubrieran y los enviaran tras las rejas de por vida, se le llenó el corazón de un extraño regocijo.
El Doctor Rivero tiene un auto, dijo la Gorda. ¿El abogado? ¿El viejo borrachín? Un Chevrolet del año del pedo, pero anda bastante bien. Nomás hay que empujarlo para que arranque. ¡Eh, ustedes!, se impacientó la Polaca, al ver que Jackie y la Peruana seguían en la cama. ¡Rápido! ¡Vístanse!
Afuera, el puerto seguía en plena actividad. Los estibadores subían los bultos y las cajas de madera a las bodegas del Mimosa, el carguero panameño amarrado desde el día anterior. Autos y camiones pasaban por el empedrado desparejo, las gaviotas planeaban sobre la costa. El viento helado de la bahía no impedía que el Sargento Pedro Almonacid von Kreutzenberg, de la Prefectura 34 de Magallanes y Última Esperanza, permaneciera firme enfrente del Monrovia. Sus ojos de hielo escudriñaban las ventanas de ese aguantadero de antisociales y viciosos, buscando una señal de vida. Y la encontraron: una de las cortinas del tercer piso se corrió unos milímetros, para volverse a cerrar. Los labios del sargento dibujaron algo parecido a una sonrisa.
No había puerta trasera, en el Hotel Monrovia, y las ventanas de los dos primeros pisos estaban selladas con clavos; ¡ni hablar de escalera de incendio! El dueño prefería que murieran todos calcinados a que alguien se escapara sin pagar el alquiler. No quedaba más que una salida posible, la puerta del frente, y por allí justamente el carabinero vio salir a dos figuras estrafalarias: dos travestis. Aunque ninguno era el que había estado siguiendo desde el muelle.
¡Ya, no me huevées más!, gritó la loca que iba adelante, ¡Déjame tranquila, latosa! Y la otra, unos pasos más atrás, le respondía: ¡Vuelve aquí, ladrona de maridos!
La gente que pasaba por la calle se daba vuelta a mirarlas. Un camionero les gritó un piropo desde la ventanilla de su GMC.
¡Traidora! ¡Te recibí en mi casa y me robaste a mi pololo!
¡Qué piña, mi amor! Si donde comen dos comen tres…
El sargento Almonacid von Kreutzenberg levantó una ceja, sin ocultar su disgusto.
Las dos locas llegaron a la esquina. La del traje con lentejuelas comenzó a cruzar la calle y la otra la siguió. ¡Desgraciada! ¡Te llevaste mi ropa! ¡Te bebiste mi pisco!
¿Y qué?, se dio vuelta la primera. ¡Tenía todo el derecho! ¡Si el pisco es peruano, para que sepas! ¡Eso no te lo voy permitir!, le dijo la otra, y se le tiró encima, ¡el pisco es un invento chileno!
Los estibadores y los marineros suspendieron sus actividades para presenciar el espectáculo. ¡Sueltamé, desgraciada! ¡Yo te enseñaré!
Las dos habían quedado en medio de la calle, interrumpiendo el tráfico. Se tiraban manotazos, sin llegar a lastimarse, haciendo más escándalo que otra cosa. Sonaron los bocinazos. ¡Socorro! ¡Policía!
Incapaz de soportarlo otro minuto, el sargento von Kreutzenberg sacó su silbato y dio una pitada que resonó en todo el puerto. ¡Eh, ustedes!, gritó.
No le quedó más remedio que caminar hasta la esquina y tratar de poner orden: ¡Despejen la calzada ya mismo!, les dijo. ¡Oficial! ¡Ayúdeme!, dijo la Peruana, tirándosele encima. ¡Por favor! ¡Me quiere matar! ¡Quítese, pues!, chilló el uniformado.
¡Ya, no me huevées más!, gritó la loca que iba adelante, ¡Déjame tranquila, latosa! Y la otra, unos pasos más atrás, le respondía: ¡Vuelve aquí, ladrona de maridos!
La gente que pasaba por la calle se daba vuelta a mirarlas. Un camionero les gritó un piropo desde la ventanilla de su GMC.
¡Traidora! ¡Te recibí en mi casa y me robaste a mi pololo!
¡Qué piña, mi amor! Si donde comen dos comen tres…
El sargento Almonacid von Kreutzenberg levantó una ceja, sin ocultar su disgusto.
Las dos locas llegaron a la esquina. La del traje con lentejuelas comenzó a cruzar la calle y la otra la siguió. ¡Desgraciada! ¡Te llevaste mi ropa! ¡Te bebiste mi pisco!
¿Y qué?, se dio vuelta la primera. ¡Tenía todo el derecho! ¡Si el pisco es peruano, para que sepas! ¡Eso no te lo voy permitir!, le dijo la otra, y se le tiró encima, ¡el pisco es un invento chileno!
Los estibadores y los marineros suspendieron sus actividades para presenciar el espectáculo. ¡Sueltamé, desgraciada! ¡Yo te enseñaré!
Las dos habían quedado en medio de la calle, interrumpiendo el tráfico. Se tiraban manotazos, sin llegar a lastimarse, haciendo más escándalo que otra cosa. Sonaron los bocinazos. ¡Socorro! ¡Policía!
Incapaz de soportarlo otro minuto, el sargento von Kreutzenberg sacó su silbato y dio una pitada que resonó en todo el puerto. ¡Eh, ustedes!, gritó.
No le quedó más remedio que caminar hasta la esquina y tratar de poner orden: ¡Despejen la calzada ya mismo!, les dijo. ¡Oficial! ¡Ayúdeme!, dijo la Peruana, tirándosele encima. ¡Por favor! ¡Me quiere matar! ¡Quítese, pues!, chilló el uniformado.
En ese momento salieron del Monrovia, en dirección opuesta a la que estaba la pelea, dos hombres muy apurados: uno rubio y alto, con el pelo peinado hacia atrás con gomina, de traje gris entallado en la cintura, y otro igual de alto pero mucho más robusto, con un gorro de lana y sobretodo. ¡Dale, che! ¡Apurate!, dijo el rubio, dándose vuelta. En tercer lugar salió Berni el Palomo, al que le habían adosado un sacón estampado de tela de leopardo y un sombrero de mujer. ¡Metele pata, querés! Sí, ya voy, balbuceó Berni, y los siguió dando pasos apurados con sus piernas cortitas. Era cuestión de llegar hasta la esquina. Una vez que pegaran la vuelta…
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continuación...
CAPÍTULO 21: A TODA VELOCIDAD
CAPÍTULO 21: A TODA VELOCIDAD
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