Capítulo 19. La amiga de Pola

Un hotel de cuarta categoría, una auténtica pocilga, aunque el cuarto que ocupaban las chicas, las travestis del Cat Black, era un oasis de buen gusto y pulcritud: cortinas de voile, veladores con pantalla floreada, cuadros con ilustraciones de Beatrix Potter y Sarah Kay. 
Amanecía. Desde las dos cuchetas dobles llegaban los sonidos de las tres respiraciones: el silbido finito de Jacqueline, la cadencia acompasada de la Peru (que dormía abrazada a su peluche de Pitufina) y el ronquido de contrabajo de la Gorda, que amenazaba con despegar el empapelado de unicornios. Las tres, sí, porque la Polaca no había llegado todavía, y eso que eran casi las ocho. Una vieja gabardina, colocada frente a la única ventana, bloqueaba la luz del nuevo día.
Afuera, el puerto bullía en plena actividad. Los camiones cargados de merluzas y langostinos pasaban camino de la feria. Chirriaban las poleas de la grúa, que iba depositando los fardos de lana cruda en las bodegas del Mimosa. Precisamente del Mimosa eran los marineros que habían venido anoche a Le Cat Black, un colorido grupo de fiesteros de todas las nacionalidades: búlgaros, malayos, caribeños... A la Peruana se le había enganchado un japonés que la iba de bailarín de tango, y con Jackie tomaba clericó un nigeriano alto como un poste. A la Gorda y a Chichita les tocó un ucraniano que destapaba las botellas con los dientes y hacía chistes que nadie podía entender.
La rutina de siempre: aguantarles las pelotudeces, hacerles pagar unos cuantos tragos y, si aún les quedaba algo de efectivo, arrearlos a los colchones pringosos del “Tú y Yo”, para darles algo que recordar cuando estuvieran otra vez en alta mar.
La Gorda fue de las últimas en salir del cabaret. Le hizo señas con la mano a la Polaca, para indicarle que la veía en un rato, pero Pola estaba charla que te charla con los dos franchutes y no la vio. La Gorda no se hizo problema. La semana anterior sí, habían estado preocupadas, ella y las demás chicas, cuando llegaron los marineros del Trondheim, los supuestos asesinos de travestis. Pero ahora estaba todo mucho más tranquilo.
Cuando se desembarazó finalmente del soviético, la Gorda caminó las dos cuadras hasta el Monrovia, soportando el viento helado que llegaba desde la bahía. Pasó por la panadería, a comprar media docena de croissants recién salidos del horno, y al diariero le pidió la edición matutina de La Prensa Austral, para fijarse los números de la quiniela.
Subió por la escalera de escalones quejumbrosos. Apartó con el pie a un borracho que se había echado a dormir en el rellano del segundo piso. ¡Uf! Al fin llegó, con la lengua afuera. Al abrir se encontró con que la Jackie y la Peru ya estaban ahí, durmiendo a la pata suelta. Eran jóvenes, en cuanto tocaban la almohada se quedaban mosca. Ella no. Necesitaba tomar su tisana, y zamparse unas masitas para asegurarse un sueño reposado y sin sobresaltos.
Mientras se calentaba el agua, sobre la llama azulada del calentador a kerosén, la Gorda se fue sacando su atuendo de batalla. La peluca de rizos quedó sobre la cabeza del maniquí. El vestido de lentejuelas fue puesto cuidadosamente en su percha. La deslumbrante pero incómoda lencería erótica fue reemplazada por una camiseta embolsada y los shorts de dormir. ¡Qué bien! En la Lotería Nacional había salido el 32 a la cabeza. El 91, en cambio, había vuelto a dejarla de a pie.
Miró otra vez por ventana, a ver si aparecía su amiga. Ni noticias. Sólo vio a unas mujeres que pasaban con las bolsas de la compra, a un carabinero que hacía su ronda, a una mamá que tironeaba hacia la escuela a su hijito, medio dormido todavía, envuelto en varias capas de abrigo. Sonó la bocina de un barco a la distancia, uno de esos barquitos pintados de azul que van a levantar mariscos a los canales del fiordo. Tac... tac... tac... se escuchó lo más clarito, y aún antes de verlo la Gorda supo que se trataba de Benito, el Pata de Palo, un pescador al que se le había enganchado la pierna en una linga de acero, y después de patinarse la indemnización en pisco y en putas vivía de la mendicidad y del robo en pequeña escala.
El agua hervía. La Gorda apagó el fuego y echó dentro de la tetera unas hebras de tilo y manzanilla, suficiente para dos tazas. Pero la Polaca no llegaba, así que se bebió la suya y, tras una breve visita al excusado, se tapó hasta la cabeza. ¿Cuánto tiempo llegó a dormir? ¿Una hora? ¿Media? ¡PUM-PUM-PUM! Los golpes la hicieron saltar de la cama. Por poco no se da la cabeza contra el elástico de arriba.
¡Gorda, abrí!
¿Qué? ¿Quién es?, alcanzó a balbucear.
¡Abrí, boluda! ¡Soy yo!

© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.