Capítulo 17. Bella pero letal

Los tristemente célebres marineros del Trondheim, los asesinos de travestis que iban dejando una chica descuartizada en cada puerto, nunca se la vieron tan difíciles como esa noche en Puerto Natales. El marroquí alto jamás sospechó que una chica tan delicada como la Polaca fuera a manotearle el cuchillo, justo cuando estaba por pincharla. Ni el marsellés chiquito se lo vio venir a Berni, que desde las sombras los había estado espiando, y en el momento más crítico intervino para ayudar a su amada. Sacrebleu!, gritó el franchute, tratado de librarse de ese tipito, que se le había prendido con los dientes del brazo que sostenía el arma. Se escuchó un disparo, el revólver cayó. Laisse-moi!, decía el rubio, sin poder sacárselo de encima, mientras le pegaba con la mano que le quedaba libre. Lâche-moi, connard! Y el morocho gritaba Jean-Luc! Jean-Luc!, al ver que la Polaca iba inclinando la punta del cuchillo cada vez más hacia su lado. Era una novedad para él, que estaba acostumbrado a infringir dolor, y a disfrutar del llanto de sus víctimas, ser él mismo el que lloraba, mientras el travesti le calzaba un puntapié tras otro y forcejeaba para arrebatarle el puñal. Un cabezazo le dio de lleno en la nariz, el golpe de rodilla en los testículos lo terminó de aflojar. Jean-Luc!, trató de decir, pero no pudo, porque un líquido tibio le subió por la garganta, un líquido dulzón que le empastó la lengua y le salió a borbotones de la boca. Shaarat muuk...!
El marroquí cayó, no lejos de donde estaba su compañero, que al fin logró desprenderse del tío Berni, y ahora trataba de recuperar el arma. De rodillas sobre el suelo pedregoso, en la oscuridad casi completa, el marsellés buscó a tientas en el lugar donde le pareció que había caído. Lo único que alcanzó a distinguir con claridad fueron los zapatos dorados de la Polaca, sus medias de red, y el Colt calibre 32 que le apuntaba a la cara.
Oh, mademoiselle, dijo el rufián. Je m’excuse…
Tais toi!, le gritó Pola, con un acento impecable.
Todavía de rodillas, Jean-Luc levantó las manos, para mostrar que se rendía, que no hacía falta hacerle nada. Temblaba de pies a cabeza, mientras la Polaca daba una vuelta alrededor suyo, sopesando las posibilidades. El cielo comenzaba a clarear del lado de los cerros, a lo lejos un perro ladraba. Las olas rompían junto al viejo muelle abandonado. S’il vous plaît, ma p'tite... trató de sonreír el rubiecito con su boca repugnante. La Polaca levantó la vista hacia la calle, como para cerciorarse de que nadie la miraba. Le apoyó el cañón en la cabeza y disparó.
¡Ahhh!, gritó Berni, horrorizado, al ver cómo el marinero caía desarticulado.
Recién entonces la Polaca pareció notar su presencia, y con el revólver aún humeante caminó hacia a él. Berni seguía ahí, tirado de espaldas, como una tortuga que no puede enderezarse, y al verla cada vez más cerca pensó: Listo, ahora me mata a mí también.
No le quedaba otra. Tenía que hacerlo, para borrar al único testigo de su brutal asesinato.
Con el rostro machucado por los golpes y la dentadura floja de la mordisqueada, Berni fue incapaz de articular palabra. ¡Por Dios, es hermosa!, pensó, cuando la vio erguida junto a él, pálida y perfecta como una escultura griega, con la melena platinada flameando al viento magallánico. No me importa, se dijo, no me importa más nada…
¡Ah, eras vos! dijo la Polaca, y le tendió la mano para ayudarlo a levantarse. Le sacudió la tierra de la espalda, le dijo: Gracias por tu ayuda, chiquitín, igual yo sola me arreglaba.
Yo… murmuró Berni, a punto de largarse a llorar. Yo…
¡Shhh!, pidió silencio con un gesto la Polaca.
Alguien se acercaba. 


© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.

A continuación...
CAPÍTULO 18: NO MIRES ATRÁS

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