¡Socorro! ¡Ayuda!, gritaba la Polaca, pero quién iba a escucharla. La habían llevado casi a la rastra hasta el muelle viejo, frente a los galpones abandonados de la Compañía Lanera del Sur. Un lugar que no pasaba ni el loro, menos a esa hora de la madrugada. ¡Auxilio! ¡Por favor! Berni no sabía qué hacer. Si corría a buscar ayuda, para cuando volviera ya iba a estar finada. Y si intentaba ayudarla… ¿Qué podía hacer él, justamente él, frente a dos tipos armados? El viento soplaba del lado de la bahía, congelándole las orejas. La luz de un farolito, al otro lado de la calle, apenas si iluminaba. Berni sólo distinguía unas figuras confusas, los blazers azules de los marineros y, algo más nítida, una mancha rosada: el vestido de la Polaca. No! S’il vous plaît…! Como si sus patitas chuecas decidieran por sí solas, Berni fue bajando por el talud, tratando de no resbalarse por el terreno pedregoso. Los gritos y las risas se multiplicaban. Algo más acostumbrados a la oscuridad, los ojos chiquitos del Palomo pudieron ver con claridad lo que sucedía. Pola estaba rodeada, sin la menor posibilidad de escapar. Sujetándola de atrás, el marinero chiquito le apuntaba a la cabeza, mientras el otro deslizaba la cuchilla de trocear bacalao a milímetros de su rostro, de su cuello, de su pecho, como eligiendo el lugar dónde pinchar. Berni tragó saliva. Miró alrededor en busca de un palo, una piedra, pero no se veía nada. S’il vous plaît, monsieur, dijo Pola, más vulnerable que nunca, al punto que el rubio bajito ya ni se molestaba en sostenerla bien, y simplemente la miraba divertido, con su jeta asimétrica de degenerado.
Pola estaba totalmente entregada, o eso quiso hacer creer, ya que en menos de un segundo se liberó del malviviente que la agarraba de atrás y sujetó la muñeca del que sostenía el cuchillo. Eh, gritó el marinero alto, tratando de recobrar el control del puñal. El chiquito apuntó a la cabeza de Pola y amartilló. Es ahora o nunca, pensó Berni, que sin pensarlo dos veces corrió hacia el rubio y se le prendió con uñas y dientes. Literalmente. Fue lo único que se le ocurrió: sabía que era débil y enclenque, pero a su dentadura la conservaba entera y afilada. Ahhhh!, gritó el rubio cuando los incisivos, caninos y premolares de Berni se hundieron en su antebrazo, desgarrando tela, pellejo y carne. El disparo sonó con un estruendo inusitado, el arma cayó. Berni no supo dónde fue a parar la bala, ni cómo seguía el forcejeo del marroquí con la Polaca. Solo sabía que tenía que seguir mordiendo, con toda la fuerza de que fuera capaz su mandíbula: se le iba la vida si lo soltaba. Lâche-moi!, gritaba el marsellés chiquito, insultándolo en su idioma, tirándole del pelo y dándole puñetazos con la otra mano. Para nada. Berni seguía prendido como un caniche rabioso, como si nada más en el mundo importara. Lâche-moi, putain!
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
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