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Dos forajidos de la peor calaña, dos crimales a los que bastaba verles la cara para saber qué clase de bichos eran. La Polaca no los vio venir hasta que no fue demasiado tarde. Cuando quiso darse cuenta ya tenía el cañón incrustrado en las costillas. Ahí, en mitad del cabaret, en medio de la música y las risas, entre el humo de los cigarrillos y el entrechocar de copas. Pola recorrió con la vista el local, tratando de captar la atención de algunas de las chicas, que chichoneaban en las otras mesas con los otros marineros. Vamos, dijo el chiquito, que era el que sostenía el revólver, y como Pola no hizo ademán de moverse el más alto le pegó un mamporro en la cabeza, un poco más arriba de la nuca. Un golpe seco, preciso, con una cachiporra o una manopla, tan discreto que nadie más se dio cuenta. Allons-y, dijo el más bajito, ayudándola a ponerse de pie, mientras el otro la sostenía del otro costado. Gorda, Peru, Jacqueline, trató de decir la Polaca, pero la voz no le salió. Sólo el dueño de Le Cat Black (un viejo vicioso) y una de las nuevas la vieron salir con los rufianes, que la conducían como si hubiera tomado una copa de más. Pero no iban al hotelucho de al lado, como hacían las otras chicas con los demás marinos. Siguieron de largo nomás, y aún en su aturdimiento la Polaca lo pudo comprender: eran ellos, los asesinos de travestis de los que tanto se había hablado en los últimos meses, los temibles marineros del Trondheim, que a último momento cambiaron de barco para despistar.
No le dieron oportunidad de ponerse un abrigo. El aire helado de la madrugada la estremeció. Allez allez, repetían los rufianes, dos fugitivos de la Legión Extranjera o de la Isla del Diablo, que sin duda aprovecharon el anónimato que da el mar para seguir con sus crímenes. Gorda, Peru, Jackie… El más alto le retorcía la mano, obligándola a seguir. Petit pedé!, dijo el rubio bajito, cuando le metió la mano en el corpiño y encontró el fajo de dólares. Aunque eso, desde luego, no iba a salvarla.
Un perro ladraba a la distancia. Caminaron por el asfalto roto de la calle que daba al muelle, apenas iluminada por unos faroles muy distantes entre sí. Ni un guardia de la Autoridad Portuaria a la vista, ni un carabinero, hacía demasiado frío. Esto no puede ser verdad, pensó la Polaca, esto no puede estar pasando. Por su cabeza desfilaron los fragmentos de conversaciones, las fotos de las travestis descuartizadas en Puerto Madryn, en Uruguay, en Brasil. Ahora le tocaba el turno a ella. Por favor, rogó, s’il vous plaît, monsieur... En la calle vacía se multiplicaron las risotadas y el sonido de los pasos. Peru, Gorda… dijo la Polaca, casi al borde de las lágrimas, Jacqueline.. pero nadie la escuchaba. Nadie excepto Berni el Palomo, su eterno enamorado, que desde la vereda de enfrente a Le Cat Black la había estado espiando, y al notar que algo raro sucedía ahora la seguía a una distancia prudencial.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continuación...
CAPÍTULO 16: PALOMO AL RESCATE