Capítulo 14. Berni el Palomo y su abuela desalmada

Berni tuvo que esperar a que todas estuvieran dormidas: su mamá, sus hermanas Javiera Ignacia y Pabla Francisca, su sobrina Ana Luisa y, sobre todo, Lela Lola, su tiránica abuela, que se pasaba el día entero en su eterno sillón, casi podría decirse en su trono, frente al viejo televisor en blanco y negro. Allí comía, en una mesita preparada expresamente para ella, gritando sus órdenes a voz de cuello. ¡Pabla Francisca, apúrate con la comida! ¡Javiera Ignacia, termina de una vez con la limpieza! ¡Ana Luisa, cambia de canal, que ya empieza la teleserie! En ese tiempo se agarraban sólo dos canales de televisión en Puerto Natales: Televisión Nacional, que emitía casi toda su programación desde Santiago, y Canal 3 de Río Turbio, que repetía los programas de televisión de Buenos Aires. ¡Bernardo José! ¡Dónde se metió ese abombáo!, tronó la venerable matriarca, dando bastonazos en el suelo. Acá estoy, Lela Lola, hizo su aparición su nieto preferido. ¿Por qué has tardado tanto? ¿Fuiste a ver a esos degenerados al cabarute? A Lela Lola no se le escapaba un detalle: sabía a qué hora llegaba el bus de Río Turbio, y cuanto se tardaba caminando desde la parada. Pasé por la despensa, dijo Berni, a comprarle unas cositas, y en la mesa le dejó los paquetes con salchichón ahumado, leberwurst, pechuga de pavo y otras tentadoras delicatessen. ¡Pero Bernardo José, ya sabes que el doctor le ha prohibido a tu abuela esas cuestiones!, protestó su mamá. ¡Qué doctor ni qué güevá!, chilló Lela Lola, ¡Yo como lo que se me da la regalada gana! Y mirando a Berni, agregó: esta vez te has portáo bien, pos cabrito, y esbozó una sonrisa que daba más miedo que cuando estaba seria. 
Esa noche Lela Lola se quedó mirando la Trasnoche Aurora Grundig, que pasaba El tonel de Amontillado, el clásico del cine de terror basado en un cuento de Edgar Allan Poe. La anciana señora se durmió algo más temprano que de costumbre, gracias a la petaca de Żubówka que le trajo Berni: un vodka aromático polaco de graduación alcohólica cercana al 90 por ciento. La anciana dama se lo fue bebiendo de a sorbos, como una medicina, mientras Vincent Price seguía a Peter Lorre por las catacumbas donde éste lo pensaba emparedar.
Todas las luces de la casa estaban apagadas. Berni espiaba a su abuela desde el pasillo. La veía dar cabezadas, resollar y entornar los ojos a medida que el brebaje surtía su efecto. Ya casi estaba, ya casi…
Lela Lola se acurrucó, buscando la posición más cómoda, y debajo del sillón las tablas y vigas del piso de madera rechinaron bajo su peso. ¡Por amor de Dios, Montresor!, gemía Vincent Price, a quien Peter Lorre había engrillado a la pared de una cripta, ¡Te lo ruego, suéltame! La vieja comenzó a roncar. Por precaución, Berni tardó un momento más en salir de su escondite y caminar hacia la puerta, con los botines en la mano. Era humillante, a sus 51 años, que lo tuvieran controlado de esa forma, pero qué podía hacer. Todo fuera por verla a la Polaca, aunque sea un ratito. Aunque ella ni se fijara en él, y ni siquiera le dirijiera la palabra. ¡Suéltame, Montresor!, rogaba Fortunato, a medida que la pared de ladrilllos lo iba tapando por completo. Casi llegando a la puerta, en un descuido inexplicable, Berni pisó una de las tablas flojas, que chirrió bajo su pie. ¡Quién anda ahí!, chilló su abuela, y su voz tronó con la potencia de un cañón. Berni se quedó paralizado, sin atreverse a respirar. ¡Quién anda ahí, carajo! Se escucharon pasos en la casa, puertas que se abrían, entre ellas la de Ana Luisa. Soy yo, Lela Lola, voy a tomar un vaso de agua. ¡Vete a dormir al tiro, cabra lesa!, chilló la vieja. Sí, Lela Lola, dijo la chica, y le hizo a Berni un guiño, como diciendo Vaya nomás, tío, va a estar todo bien. 


© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
 
 

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