Capítulo 13. Palomo melancólico

No es que habitualmente fuera un dechado de alegría, pero esos días a Berni se lo veía aún más taciturno que de costumbre. En su casa, en la calle, en el trabajo. Berni estaba empleado desde hacía más de 20 años en la mina de carbón de Río Turbio, en el sector contaduría. No era un trabajo demasiado exigente. En las horas en las que no había nada que hacer (que eran la mayoría), y en los días de poco movimiento (que eran casi todos) Berni ponía la radio, tomaba mate y, cada tanto, se acercaba a la ventana, a contemplar el paisaje de todos los días. Las vagonetas que rechinaban sobre los rieles, a la salida de la galería principal; la cinta transportadora, que llevaba el carbón en bruto a la trituradora. Frente a su ventana pasaban camiones, la zorra del equipo de mantenimiento, las cuadrillas de mecánicos. Por encima de la boca de la mina, en las laderas de pastos tiznados de carbonilla, se desparraban los manchones blancos, restos de la última nevada. En la radio pasaban un tango: Nostalgias, de escuchar tu risa loca y sentir junto a mi boca como un fuego tu respiración...
A las cinco de la tarde sonó la sirena, anunciando el final del turno. Poco después empezaron a salir del chiflón los operarios, de overol ennegrecido y casco con linterna, aún aturdidos por las horas de encierro y el ruido de los taladros. Tras marcar tarjeta, darse una lavada y cambiarse, los obreros se dividían en dos grupos: los que vivían ahí en Turbio y volvían a sus casas, y los que tenían que tomarse el bus a Puerto Natales. Entre estos estaba Tyson, un sujeto de porte gigantesco, a quien llamaban así por su supuesto parecido con el campeón mundial de box. Tyson caminaba bien tirado hacia atrás, a causa de su enorme barriga, a la que apenas contenían los botones de la camisa de grafa. Nieto de un cacique Kawésqar, la etnia que poblaba las islas al oeste de Tierra del Fuego, Tyson parecía inmune a los rigores del frío patágonico: apenas si usaba una campera liviana, abierta, que le quedaba chiquita como una chaqueta de torero. Todo lo contrario de su amigo Berni, que de enero a enero se abrigaba como un cazador de osos de Siberia. Los dos viajaban juntos en El Caleuche, el destartalado 11-14 que hacía el trayecto de treinta kilómetros entre Río Turbio y Puerto Natales. La frontera parecía un detalle sin importancia: a los mineros les bastaba con mostrar su tarjeta para que gendarmes y carabineros los dejaran pasar sin más trámite. Y a Tyson y al Palomo, que eran tan conocidos, ni eso. Ya era casi de noche. El bus bajaba hacia el mar por un suave declive, en ese sector en el que la Cordillera de los Andes es apenas en grupo de colinas. Pronto se vieron las primeras luces de Natales, las casas de techos de chapa y el casco de un barco anclado en el puerto. “Mi-mo-sa”, deletreó dificultosamente Tyson, y eso fue lo único que se le escuchó decir durante el viaje. En el último tramo del recorrido el bus pasó frente al cabaret La Sirena, aún con la vidriera destrozada y las fajas de clausura. Dicen que las chicas ahora están Le Cat Black, comentó Lucho, otro de los mineros, que iba sentado un asiento más adelante. ¿En Le Cat Black?, preguntó Berni, metiéndose en la conversación. ¿La Polaca también?


© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.


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