
Entre ella y la Gorda se repartieron el grueso del botín. Jacqueline y la Peruana también recibieron una parte, por haber colaborado en el desplume de los escandinavos. ¡Qué bien estuviste en cortar la luz!, dijo la Polaca, justo cuando más hacía falta. Yo no corté la luz, dijo la Jacky. ¿Ah, no? ¿Y entonces quién fue?
Se habían dado cita en Le Cat Black, un tugurio cercano a los galpones del frigorífico, porque La Sirena había quedado hecha pedazos. La clientela estaba formada por los 3 o 4 perdedores de siempre, unos rascabuches a los que era un triunfo hacerles pagar un trago. Diga que al día siguiente fondeó en el puerto el Mimosa, un carguero de bandera panameña repleto de marinos de todas las nacionalidades: ucranianos, senegaleses, maoríes, malayos. Todos con dinero contante y sonante. Hubo risas, brindis, pasos de tango. A Pola se le arrimaron dos franceses, un marsellés bajito y rubio, y otro flaco y alto de origen marroquí. Ahí nomás quisieron pasarla para el cuarto. Nosotros mucho tiempo en alta mar, dijo el chiquito, nosotros quiere estar solos con bella señorita... ¡Nosotros tiene plata! Para esa hora, Le Cat Black se había ido despoblando. Mucha de la acción se había trasladado a los colchones llenos de chinches del hotelucho de al lado. Pero Pola no mostró mucho entusiasmo por intimar con ese dúo, cuya higiene dejaba mucho que desear. Bastaba con hacerles pagar unos tragos (de cuyo importe ella se llevaba un porcentaje). S’il vous plaît, madmoiselle!, rogó el bajito. Sivuplé nada: o piden champán o se las pican. ¡Camarero! ¡Otro botéia! Por buscar conversación, la Polaca les preguntó de donde venían, y el más alto dijo que de Ushuaia. Pero antes, nosotros en Porto Madre, en Monte Fideo, en São Paulo… Pensé que el Mimosa venía de Sudáfrica, dijo la Polaca. Sí, pero nosotros en Ushuaia cambiar el barco. ¿Ah, sí? ¿Y en qué barco venían antes? El bajito rubio sonrió, con su dentadura amarilla e incompleta, y dijo: en barco norvego, el Trondheim.
Se habían dado cita en Le Cat Black, un tugurio cercano a los galpones del frigorífico, porque La Sirena había quedado hecha pedazos. La clientela estaba formada por los 3 o 4 perdedores de siempre, unos rascabuches a los que era un triunfo hacerles pagar un trago. Diga que al día siguiente fondeó en el puerto el Mimosa, un carguero de bandera panameña repleto de marinos de todas las nacionalidades: ucranianos, senegaleses, maoríes, malayos. Todos con dinero contante y sonante. Hubo risas, brindis, pasos de tango. A Pola se le arrimaron dos franceses, un marsellés bajito y rubio, y otro flaco y alto de origen marroquí. Ahí nomás quisieron pasarla para el cuarto. Nosotros mucho tiempo en alta mar, dijo el chiquito, nosotros quiere estar solos con bella señorita... ¡Nosotros tiene plata! Para esa hora, Le Cat Black se había ido despoblando. Mucha de la acción se había trasladado a los colchones llenos de chinches del hotelucho de al lado. Pero Pola no mostró mucho entusiasmo por intimar con ese dúo, cuya higiene dejaba mucho que desear. Bastaba con hacerles pagar unos tragos (de cuyo importe ella se llevaba un porcentaje). S’il vous plaît, madmoiselle!, rogó el bajito. Sivuplé nada: o piden champán o se las pican. ¡Camarero! ¡Otro botéia! Por buscar conversación, la Polaca les preguntó de donde venían, y el más alto dijo que de Ushuaia. Pero antes, nosotros en Porto Madre, en Monte Fideo, en São Paulo… Pensé que el Mimosa venía de Sudáfrica, dijo la Polaca. Sí, pero nosotros en Ushuaia cambiar el barco. ¿Ah, sí? ¿Y en qué barco venían antes? El bajito rubio sonrió, con su dentadura amarilla e incompleta, y dijo: en barco norvego, el Trondheim.
© Emilio Di Tata Roitberg 2017
A continuación...
CAPÍTULO 13: PALOMO MELANCÓLICO
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