Capítulo 10. Las cartas están echadas

Resultó que el gringo no estaba tan borracho como quiso hacer creer. Tarde lo descubrió la Polaca, cuando el monto de las apuestas se había ido a las nubes, y ahora tenía que poner su propio dinero o perder todo lo apostado. ¿Y? ¿Juegas o no?, preguntó el marinero Noruego. No, le decía desde atrás la Gorda, dejalo así. La Polaca miró otra vez sus naipes, miró los rostros de sus compañeras, entre ellos la jeta burlona de Marili, que parecía decir ¿Viste? ¡Tan viva que te creías! Jugándose el todo por el todo, la Polaca sacó el dinero del corpiño, casi la totalidad de sus ahorros, y lo puso sobre la mesa. ¡Pola, no! El Noruego de la Barba Amarilla sonrió. Todos estaban pendientes del resultado: doña Gómez, las chicas, los marineros en su totalidad. Los músicos dejaron de tocar. El humo subía desde el cenicero. Con un gesto sobrador, el Noruego mostró sus cartas: escalera de color. Hubo un murmullo generalizado. ¿Eso que quiere decir?, preguntó Natasha. ¿Son buenas? La Polaca tragó saliva. No podía prolongarlo más. Fue en ese momento que se hizo -no la luz- sino la oscuridad total. Hubo expresiones de sorpresa en media docena de idiomas. Un marinero encendió un fósforo y, lo primero que vio, fue que la pila de billetes había desaparecido. Jævla pikk!, gritó el gigante de Barba Amarilla. Alguien sopló el fósforo. Para cuando la dueña volvió a subir la llave de corte, la gresca se había vuelto incontrolable. ¡Pinches maricas ladrones! Helvete da! Όχι ρε μαλάκα! 去你妈的 ! Vasos y sillas volaban, arreciaban los mordiscos y las patadas. En un rincón, Jacqueline había desplegado una navaja, para mantener a distancia a dos de los noruegos y al asiático. Natasha y la Peruana lograron aislar al chiquito con bigotes de Cantiflas, al que aporreaban por los cuatro costados. El Griego revoleaba de los pelos a Marili. El Filipino había rodado por el piso, tras recibir el impacto de un zapato en la cara. La guitarra se estrelló contra un cráneo, dio su último suspiro el fuelle parchado del acordeón. ¡Caballeros! ¡Señoritas!, rogó el Dr. Salazar Riveros, antes de que alguien lo silenciara de un pencazo. La Polaca usaba una silla para frenar al Noruego de la Barba Amarilla, hasta que éste logró manotearla. El Vikingo desculó una botella contra el mostrador y acercó los vidrios filosos a su rostro de exquisitos rasgos. ¡Mi dinero! ¡Quiero mi dinero!, gritó, antes de que sonara un CLICK inconfundible. El cañón del 38 de la Gorda se había apoyado contra su sien. ¡Quieto, güevón! Los marineros del Trondheim recularon hacia la salida, no sin antes patear unas sillas y arrojar una botella contra el antiguo espejo biselado. ¡Ay!, gimió doña Gómez. Nadie se había fijado en el tío Berni, nadie le dio crédito por haber bajado la llave de luz en el momento crucial. El disturbio aún se prolongó en el exterior, los gritos y los piedrazos. Una sirena perforó el aire bajo cero de la madrugada. La furgoneta Volkswagen verde y blanca de Carabineros dobló la esquina. Bajaron los hombres de uniforme, pistola y cachiporra en mano. ¡Quietos! ¡Están todos detenidos!

© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.

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CAPÍTULO 11: PALOMO CAUTIVO


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