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Laura tenía que andar muy mal de plata, estar literalmente sin un peso, para abandonar Buenos Aires y mudarse a ese pueblo perdido; dejar a su mamá y a sus amigos e irse a trabajar con el tío Bernardo, un señor, digamos, de reputación más bien dudosa. ¿Dudosa? ¿En qué sentido? Su mamá no se lo quiso decir. A sus 83 años, el tío Bernardo aún se paseaba por las calles de Puerto Natales con su clásico sombrero de ala ancha con pluma de pavo real, batas de diseños alarmantes y botas de plataforma. Todo esto -no en Buenos Aires, no en Santiago- sino en una pequeña ciudad de provincia, un pueblo de pescadores, recolectores de moluscos y peones rurales. El tío Bernardo había nacido con un pequeño defecto en la columna, con el torso inclinado hacia adelante, razón por la cual era conocido con el sobrenombre de El Palomo. Para caminar se ayudaba de un coqueto bastón con mango de ébano tallado. ¡Sobrina querida!, le dijo, cuando la vio bajar del micro, después de un viaje agotador. Laura se dejó conducir dócilmente y comprobó que, a pesar de sus manías y sus atuendos estrafalarios, su tío era muy apreciado en el pueblo. Las vendedoras de pescado le reservaban los mejores filetes. Los chicos que pasaban en bici le gritaban ¡Eh, Palomo!, y él los saludaba con la mano.
La hostería del tío Berni estaba en lo alto de una loma, y tenía una vista privilegiada a las aguas del fiordo y a las cumbres nevadas al otro lado del canal. Los pasajeros eran casi todos extranjeros que venían a visitar el Parque Nacional Torres del Paine: alemanes, norteamericanos o japoneses. El personal de servicio del tío Berni se limitaba a una sola persona, Jovita, una mucama casi tan vieja como él. Esa fue la razón por la que Laura tuvo que encargarse prácticamente de todo: recibir a los pasajeros, limpiar las habitaciones, cambiar las sábanas... Casi imposibilitada de caminar, debido a su excesiva corpulencia, Jovita se pasaba el día en la cocina, pelando papas, preparando mote con huesillo o chapeleles. Silenciosa al principio, con el correr de las semanas se fue poniendo más locuaz. Por ella Laura se enteró que, antes de reciclarse en el pituco “Berni’s Hostel”, el establecimiento de su tío había sido durante décadas el prostíbulo más mentado de la región, paso obligado de balleneros, esquiladores y mineros. Laura no lo podía creer. Ahora entendía por qué su mamá no quería que viniera a trabajar con él. Jovita dijo que no era algo para escandalizarse. Eran otros tiempos. En el pueblo había puros hombres solos, lejos de sus familias, y el algún lado tenían que gastar lo que ganaban en los pesqueros o en la mina de carbón. Su tío jué siempre muy bueno, le aclaró, con los clientes y con las chicas. La mala era ella. ¿Ella? La novia de su tío. La argentina.
© Emilio Di Tata Roitberg, 2017.
A continuación...
CAPÍTULO 2: AY POLACA, POLACA...
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